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Estructura de la lengua. Foto: Wikimedia
En cada célula se produce una reacción química que convierte la señal química en una corriente eléctrica que se envía a lo largo de una fibra nerviosa a través del tronco cerebral. Hay dos teorías que explican cómo se codifican los sabores en patrones de disparos neuronales. Una es la teoría de la especificidad, que defiende que las neuronas en la lengua y las papilas gustativas se especializan para responder de manera selectiva a sabores específicos. Según esta teoría, cada tipo de sabor, ya sea dulce, salado, ácido o amargo, estaría asociado con un conjunto particular de células receptoras en la lengua. Esta especialización permitiría al sistema gustativo codificar información de manera más precisa sobre la naturaleza de los alimentos que consumimos.
La otra teoría del gusto es la del patrón de fibras: la percepción de los sabores no está vinculada a neuronas específicas para cada sabor sino más bien a patrones de actividad neural que involucran múltiples fibras nerviosas. Según esta teoría, diferentes combinaciones y patrones de activación de fibras nerviosas en el sistema gustativo generan la experiencia de los distintos sabores. O dicho de otro modo, que las fibras nerviosas se activan en conjunto para crear patrones únicos asociados con cada sabor. En este enfoque, la percepción del gusto surge de la interpretación cerebral de cómo estas fibras nerviosas específicas responden a los estímulos químicos de los diferentes.
En esencia hay cuatro categorías de receptores gustativos, que captan los cuatro sabores básicos: dulce, salado, ácido y amargo. Así, los sabores salados y ácidos se notan más en los lados, y el amargo se distingue más en la parte posterior de la lengua así como en el velo del paladar. Ahora bien, esto no quiere decir que no se perciba el sabor amargo en el lateral de la lengua: todos los sabores se perciben por toda la lengua pero es en algunas zonas donde los mamelones son más sensibles a cierto sabor. Curiosamente el centro de la lengua no tiene mamelones gustativos: a veces se le llama el punto ciego de la lengua.
El sabor ácido del limón se localiza fundamentalmente en el lateral de la lengua. Foto: Istock
Desde hace unos años se ha aceptado una quinta categoría llegada de Japón, umami, que significa delicioso, nombre que acuñó en 1908 el químico Kikunae Ikeda: el responsable de este sabor es el glutamato, que es un potenciador del sabor.
Los científicos creen que, desde un punto de vita evolutivo, cada uno de los sabores básicos desempeña una función ecológica importante. El dulce nos asegura que no dejaremos de buscar una fuente de energía, y señala un alimento como nutritivo. La sensibilidad a la sal ayuda a mantener el equilibrio de fluidos y electrolitos del cuerpo. La percepción del amargor nos pone en guardia contra toxinas y venenos, y el sabor ácido contra los alimentos estropeados.
El gusto no es, sin embargo, blanco o negro: hay personas que tienen una afinidad o aversión más fuerte una categoría del gusto que a otra. Además, ciertas sustancias pueden alterar el gusto de un alimento: el cloruro sódico hace que ciertos alimentos sepan mejor porque inhibe la acción de los compuestos amargos en nuestro mamelones de los sabores amargos. Lo mismo sucede con el glutamato monosódico, que potencia el sabor de la comida.
La lengua ha desempeñado un papel evolutivo. Foto: Istock
Una característica interesante del sistema gustativo es el ciclo de nacimiento, desarrollo y muerte de las células receptoras: dura de media diez días. Este ciclo regenerativo, llamado neurogénesis, cumple con una función muy importante, pues estos receptores están expuestos al medio ambiente (al contrario con lo que sucede con los de los ojos o los oídos). Los receptores del gusto tienen que soportar líquidos muy calientes y muy fríos, condimentos agresivos y el constante raspar de los dientes. Los bombardean bacterias y desechos, y corren continuamente el riesgo de secarse. Si la lengua se quema con chocolate caliente hay que darle gracias a la neurogénesis de que la pérdida del gusto causada se restaure pronto con la regeneración de células.
Por otro lado, el sentido del gusto depende mucho del sentido del olfato. El 75% de lo que nos parece haber experimentado con el gusto, especialmente la percepción de sabores de la comida, hay que atribuirlo al sentido del olfato, aunque lo más importantes la acción combinada de ambos. Al comernos una pizza, es la combinación de los olores de la masa,el orégano y el queso combinado con el sabor salado lo que produce el gusto que conocemos. Por eso, cuando estamos congestionados la comida nos sabe a poco. Lo mismo les pasa a los astronautas: en microgravedad los fluidos corporales pasan de la parte inferior del cuerpo, debajo del corazón, a la superior. Eso hace que se les hinche la cara y les pasa como si estuvieran congestionados. Por este motivo, suelen pedir condimentos intensos como salsa de ajo, chili o wasabi.
También merece la pena señalar que la percepción de los sabores no es el única función de nuestro sentido del gusto. Mientras damos vueltas a la comida sobre la lengua vamos procesando información sobre la textura de lo que comemos, al igual que la temperatura, que afecta profundamente a los receptores del gusto.
Es aquí donde reside la respuesta a porqué la cerveza caliente nos parece que sabe peor que la fría. Si los mamelones se enfrían o hielan, la capacidad de percibir ciertos sabores se reduce mucho. Es por eso que, sabedores de esto, algunos fabricantes de cervezas insisten en tomar sus cervezas “heladas” o “bien frías”: la conmoción que produce la entrada de un líquido muy frío en la boca insensibiliza temporalmente los mamelones gustativos. ¡Ni siquiera saboreas la cerveza!
La cerveza fría es un engaño a nuestro sentido del gusto. Foto: Istock
Es por eso que si alguien se retrasa en apurar una caña de cerveza es posible que diga: “la cerveza se ha calentado; sabe fatal”. Pero no es cierto; sigue siendo la misma bebida y tiene la misma mezcla. La composición no ha cambiado pero la temperatura sí: en ese momento estás degustando el verdadero sabor de la cerveza. Por eso, la buena cerveza puede tomarse solo un poquito más fría que la temperatura ambiente y sabe divinamente.