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Por Víctor Ovidio Artiles ()
Caibarién.- Tuve algunas experiencias como corredor de fondo que me hicieron renunciar a mis sueños de campeón olímpico. A mí modo de ver tenía ciertas condiciones en aquel último lustro de los años ochenta. Ahora, con el decursar de las décadas reconozco en aquel joven que fui, ciertas condiciones.
Puedo decir que lograba buenos tiempos y había incorporado buenas estrategias de carrera. Mi resistencia estaba en un pico alto, lo que dice mucho del metabolismo mío de aquellos años. Aprovechaba al máximo las proteínas que me brindaban aquellas croquetas de embutidos. ¡Que croquetas! Hasta crudas me las comía.
También debo agregar que ya era fanático del huevo y lo devoraba en cualquier variante. Con la carne de res, el aprovechamiento de las proteínas era brutal. Aprendí a estirarlas, de forma tal que se mantuvieran en mi organismo por espacio de una decena, hasta la llegada de la siguiente ronda.
Pero no todo era felicidad. Mis problemas fundamentales estaban en el vestuario. Un atleta necesita, además de jama, un atuendo acorde a la especialidad. Es indispensable un shorts ancho y no muy largo, que te permita movilidad y libertad en las piernas. Tenía uno rojo con vivitos rojos que, aunque muy viejo, cumplía a cabalidad su cometido.
También tenía una camiseta rojo pálido, medio anchita que me dejaba mover los brazos con soltura. Bueno, hablando con sinceridad, la camiseta era una mierda, desteñida y estirada, con tres o cuatro hilos idos. Los tenis daban la talla a pesar de quedarme algo justos. Me siguió creciendo el pie, en contra de mi voluntad, hasta los veintidos y ya tenían sus tres años fácilmente.
En una competencia a nivel de Universidad salí con un estilo kenyano y me puse delante de la carrera. Me sentía muy bien ese día pero el vestuario me tenía preparada una sorpresa. El calzoncillo de ese día, de fabricación casera, decidió sobre los ochocientos metros, dejar que el elástico se partiese. A cada zancada, el puñetero insistía en bajar y debía subir.
Ni Eliud Kipchoge hubiese podido correr con esa jodedera. Perdía el paso constantemente. Analicé la pista y calculé el paso y la ventaja sobre mis rivales y tracé mi estrategia. unos doscientos metros adelante había un pequeño jardín a la derecha de la pista. Aceleré para agrandar mi ventaja y habiendo llegado al jardincito, me puse detrás.
Me bajé el short, me quité el calzoncillo que tiré en la hierba y me reincorporé a la carrera. Al sumarme me puse en el cuarto lugar, quedándome unos seiscientos metros para el final. Tuve que apretar el paso para superar a aquellos tres muchachos con calzoncillos buenos.
Sentía como mis genitales andaban sueltos, a la desbandada, dando golpes por todos lados. En ese momento recordé el diseño del short, con sus patas anchas y cortas pero no quise desconcentrarme. Mi sueño olímpico estaba ante todo. En los últimos diez metros me puse en la punta y terminé con la victoria.
El escaso público estaba entusiasmado y gritaba enardecido. Me sentí orgulloso, querido, preferido. El pasar los primeros segundos de emoción, pude oír lo que gritaban: «Que nalgas más blancas», «Se te partieron los huevos», «Que se vaya la escoria» y otras cosillas más. Ahí mismo dejé de soñar con los cinco aros.