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¿Y a mí qué me importa Alejandro Gil?

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Por Max Astudillo ()

La Habana.- A veces pienso que en Cuba nos hemos vuelto adictos al drama de la telenovela oficial, a ese culebrón interminable donde hoy el malo es fulano y mañana mengano, y todos somos invitados a aplaudir o a abuchear según el guion que baje de la oficina de propaganda. Y ahora le toca a Alejandro Gil, el ex ministro de Economía, el que fue viceprimer ministro. Y la gente habla, y comenta, y algunos hasta sienten una punzada de algo que se parece a la lástima. Entonces yo me pregunto, en serio, con la nevera vacía y el corazón cansado: ¿a mí qué me importa Alejandro Gil?

Este hombre no era un funcionario cualquiera. Era el tipo que firmaba papeles que decidían si el arroz llegaba o no llegaba, si la libreta de racionamiento se llenaba de aire o de algo que se pudiera masticar. Desde su puesto, cómodo, lejos del sol y del hambre de la cola, fue responsable de políticas que perjudicaron al cubano común, que ahogaron aún más al que ya no podía respirar. Él no fue un espectador; fue un arquitecto -uno entre muchos- de esta miseria que hoy nos define. Que el castrismo haga con él lo que quiera. Es su juego, son sus reglas. Que se lo coman entre ellos, como arañas en un frasco.

La empatía es un recurso escaso, como la leche o el paracetamol. No podemos malgastarla en los chacales de la cúpula. Hay que guardarla, administrarla con cuidado, para los que de verdad la necesitan: para el preso político que se pudre en una celda por pensar distinto, para la familia que inventa la comida con lo que encuentra en la basura, para el niño que no sabe lo que es un chocolate y que cree que un zapato sin agujero es un lujo de cumpleaños. Esa es la tragedia diaria, la que no tiene titulares en el Granma pero que llora en silencio en cada esquina.

Solo quieren que miremos a otro lado

Si quieren usarlo de chivo expiatorio, allá ellos. Es el ritual de siempre: buscar un culpable para ocultar el fracaso de todos. Que lo sancionen los mismos a los que les lamió las botas durante años. Es un espectáculo circular que ya cansa. Ver cómo se devoran entre sí no arregla nada, no llena un plato, no libera a un inocente. Solo es otra cortina de humo para que miremos hacia otro lado.

A los cubanos que de verdad sentimos el dolor de este país, a los que no nos vendemos por un carnet o una bolsa de comida, no debe importarnos que caiga un chacal más. La caída de uno no es la victoria del pueblo; es solo un ajuste de cuentas en la cima. Nosotros no podemos distraernos con ese circo. Nuestra mirada tiene que estar puesta en el pueblo, en la gente que sufre y que resiste al margen de estos teatros del poder.

Así que, repito, por si no quedó claro: a mí qué me importa Alejandro Gil. Que se pudra en el infierno que ayudó a crear. Mi preocupación, mi rabia y mi poca fe, están con la mujer que amanece pensando cómo alimentar a sus hijos, con el joven que se va porque no aguanta más, con el pueblo digno que, a pesar de todo, sigue en pie. El resto es ruido. Y yo hace rato que estoy sordo de escuchar el mismo ruido de siempre.

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