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Por Tania Tasé ()
Berlín.- No es que me haya gustado siempre en la vida limpiar. Si he de ser sincera tengo que decir que prefería y me alegraba de todo corazón cuando otros lo hacían.
Me encantaba sentarme en el piso de granito inmaculado y fresco de mi apartamento en Alamar, aquel en que todas las ventanas y el balcón miraban al mar; con un libro en la mano. Ya en esas horas podía acabarse el mundo, mi única misión y placer (todo en uno) era vivir las historias que leía. Y ya, cuando estuve loca del todo, hasta imaginaba cómo las escribiría si tan sólo la trama se me hubiera ocurrido a mí.
En ese punto exacto, combinaba muy bien para hacerlo todo perfecto, un vaso de ron con hielo (que me perdonen los orishas!), y me olvidaba de las cosas realistas del mundo: comer, bañarme, dormir, ganar dinero para gastarlo inmediatamente después en más libros y en más ron.
Naturalmente que los maridos que tuve no aguantaron demasiado esos períodos en que ellos eran los encargados de limpiar, porque (ya lo dije?), esa no era exactamente mi pasión.
Cuando los pobres machitos más que hartos, se largaron, o los largué para que no me quitaran el libro de turno de las manos y como al final necesitaba el piso limpio y fresco, tuve que encargarme yo.
Anoten ahí que cuando tomaba la decisión de expulsarlos, procuraba hacerlo justo después que ellos limpiaban.
Hasta que me quedé sola y tuve que encargarme a regañadientes de la maldita limpieza. En ese tiempo era feliz y no lo sabía: entraba el agua un día sí y otro no. O sea, tenía a veces cuatro veces en la semana agua de la pila. Ahora mucha gente en Alamar tiene agua una vez cada cuatro semanas. ¡Con suerte!
No quería dedicarle demasiado tiempo a esa actividad de barrer, trapear, etc. Así que empezaba a tirar agua desde el último cuarto, hasta la entrada de la casa. Sucede que el balcón era abierto, sin ningún murito o quicio que evitara que el agua les cayera a las sábanas blancas de mis vecinos de cinco pisos abajo, los cuales se acordaban cariñosamente entre pingas y cojones de mi madre, quien afortunadamente estaba aún viva, pero muy lejos.
Mi mami estaba tan lejos como estoy yo en el país que habita mi cuerpo ahora y al que le falta espacio para mi alma. Ella no puede habitar donde no hay mar. No es posible.
Sucede que cuando llegué a Alemania sin deseos y sin pasión, y también sin opción posible para evitar la huída, me sorprendió muy tontamente el hecho de que aquí no puedo baldear como hacía en mi reino-país con el mar en todas las entradas que se llama Alamar.
Llegué en verano y las primeras semanas, en lo que hacía todo el papeleo legal necesario y trataba de acostumbrarme al durísimo sonido del idioma alemán, viví con mis padres en partes y en parte, también con mi hermano.
Para no sentirme inútil del todo y en lo que llegaba el momento feliz de leer libros, cooperaba en las labores domésticas: cocinaba (ah, mira, ¡eso sí me gusta!), botaba la basura, lavaba y quería limpiar.
Necesitaba desesperadamente tirar agua en una ciudad, que además de pecar sin derecho a perdón divino por no tener mar, ustedes no me lo van creer, pero hace más calor que en Cuba. ¡Sí señor!
Y esto tampoco me lo van a creer: ¡aquí no se puede baldear!
Los pisos no son de granito. Traté de consolarme, bueno, al menos en el baño se podrá tirar agua . Nada de eso, sorpresa mayúscula y desagradable: ¡ni siquiera tienen tragantes!
Ya estaba más que lista para regresar: no hay mar y no se puede tirar agua.
¿Regresar a dónde? ¿Qué mar? ¿Qué agua? ¿Cuál país? ¿Qué vida? ¿Qué ayuda para la parte pequeñita de mi familia, los enanos gentiles y tiernos que esperaban que me fuera bien aquí, para al menos sentir la esperanza de un rescate.
Un rescate que hube de hacer muchísimos años – luz después, un rescate pa atrás, en este mi reino sin olas y sin piso de granito.
El sueño rescate de millones que quedan y que ya no pueden pensar en libros ni en baldear, ni en mar, ni en cielo, ni en vecinos, porque ya no pueden ni respirar, tan lento y tan cruel los están matando.
Por eso me siento indecente cuando doy el berro, porque pinga, ¿Dónde está el mar si cargamos toda la sal en los ojos? ¿De qué sirve tanto azul y tanta agua y tanta nostalgia que nos despinga, si allá dentro están muriendo?
Ahora el pollo del arroz con pollo: Pude sacar a los míos, ¡Dios me perdone por alejarlos de mi mar!, limpiando hasta hacerme callos que sangraban, en las manos, sin baldear, sin mar en las ventanas. Limpiando la mierda ajena, limpiando calles congeladas después de las fiestas, y paleando nieve los 31 de diciembre.
¿Orgullosa de ese trabajo hecho muchos años? ¡¡Sí!! Sin dudas. ¿Tristísima? Siempre, sin dudas.
Mientras no pueda tener el mar en todas las ventanas, voy a tragar mucha sal.
Y sigo sin baldear. Y ya, ¡que lo he enredado todo una vez más! ¡Maldita sea!
Para remate, cumple hoy mi madre 81 años y no la puedo abrazar, porque ya no está. Y se murió extrañando el mar de Cuba. Ningún otro le servía. Como no me sirven a mí otros mares. ¡Vaya precio que tienes, LIBERTAD!
¡Buen paseo de luz, madre mía!
¡Malditos, malditos, malditos!