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Por Luis Alberto Ramirez ()
El caso del empresario cubano-alemán Juan Carlos Hernández, quien perdió su capital y libertad al intentar invertir en Cuba, dejó muchas aristas que aún hoy generan polémica. Una de ellas es la figura de la jueza que presidió su proceso en la Isla: Alba Lidia Llanes Trujillo.
Según versiones del propio Hernández, Llanes Trujillo hoy reside en algún punto de Estados Unidos, aunque él mismo ha preferido no revelar pruebas o imágenes por temor a represalias de La Habana. Sin embargo, lo que sorprende no es tanto la presencia de la jueza en territorio estadounidense, sino el contraste entre su pasado en Cuba y su aparente nueva vida en el país al que antes calificaba como enemigo ideológico.
Un simple repaso por las redes sociales y registros públicos en Cuba basta para encontrar que Alba Lidia Llanes Trujillo no era una jueza cualquiera. Fue delegada al noveno congreso de juristas de Cuba, vinculada estrechamente a la Unión de Juristas de Cuba, organización al servicio del sistema, llegando incluso a presidirla en su jurisdicción. Es decir, no se trataba de una funcionaria menor, sino de una jurista comprometida con la defensa del castrismo en foros nacionales e internacionales.
Si cualquier ciudadano curioso en redes logra hallar este rastro ideológico en apenas minutos, resulta lógico preguntarse: ¿cómo es posible que las autoridades migratorias de Estados Unidos no lo detectaran al procesar su entrada al país?
La percepción que genera este tipo de casos entre la comunidad cubana en el exilio es clara: muchos sienten que, mientras ciudadanos de bien enfrentan trabas para regularizar su estatus migratorio, represores, funcionarios y voceros del castrismo logran entrar y establecerse en Estados Unidos como si se tratara de un simple cambio de municipio dentro de Cuba.
De ahí la indignación de Hernández y de quienes siguen su caso: mientras él carga con las pérdidas económicas y personales que le dejó el sistema judicial cubano, su propia jueza hoy vive en el mismo país que odia, protegida por las leyes que un día combatió.
El tema no es menor. Cada funcionario, juez, fiscal o agente represor que emigra y logra establecerse en Estados Unidos se convierte en un recordatorio de la necesidad de depuración en los procesos de asilo y entrada.
No se trata de cuestionar la oportunidad de un migrante común que busca libertad, sino de exigir que quienes contribuyeron a sostener un régimen represivo no gocen de los mismos beneficios que las víctimas de ese régimen.
Es aquí donde entra el papel del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE.UU.), que debería priorizar la investigación y el control sobre individuos con antecedentes de colaboración activa con dictaduras, en vez de desgastar recursos en la persecución de personas que solo buscan trabajar y contribuir.
El caso de la jueza Alba Lidia Llanes Trujillo es un ejemplo más de cómo las grietas del sistema migratorio estadounidense permiten que “alimañas del castrismo” se infiltren en el país, mientras miles de víctimas legítimas siguen enfrentando burocracia y obstáculos.
La pregunta queda en el aire: ¿cómo puede garantizar Estados Unidos que no se convierte en refugio para los verdugos, mientras cierra las puertas a los perseguidos?