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Por Luis Alberto Ramirez ()
En una publicación de BIG, firmada por Klarecon, se enumeran los dictadores más letales de la historia: Adolf Hitler, José Stalin, Mao Zedong, Pol Pot, Leopoldo II de Bélgica, Kim Il-Sung, Idi Amin, Benito Mussolini, Francisco Franco, Saddam Hussein, Muammar Gaddafi, Nicolae Ceaușescu, Mengistu Haile Mariam, Enver Hoxha y Fernando Marcos. Una lista larga, oscura y sangrienta… pero curiosamente incompleta.
Falta un nombre que debería figurar entre los primeros: Fidel Castro Ruz, el hombre que, aun muerto, continúa gobernando los destinos de una nación que dejó arruinada y sumisa.
Resulta llamativo que se omita a quien impuso en Cuba una dictadura que ha sobrevivido más de seis décadas. Castro no necesitó exterminar millones para destruir la vida de un pueblo; le bastó con encarcelar, fusilar y desterrar a quienes pensaban distinto. Fue un maestro del control social, un dictador de guante ideológico, capaz de disfrazar el hambre y la represión con discursos interminables sobre justicia y soberanía.
Cuando Fidel Castro tomó el poder en 1959, Cuba era una de las economías más prometedoras del hemisferio. Tenía un PIB per cápita superior al de España, una clase media creciente, un sistema educativo y sanitario en desarrollo, y una infraestructura moderna. Diez años después, ya era (con excepción de Haití) el país más atrasado del Caribe. Las nacionalizaciones, la planificación centralizada y la persecución de toda iniciativa privada convirtieron a una isla próspera en un campo de sobrevivencia colectiva.
Castro exportó su ideología como quien exporta tomates: envió a miles de jóvenes cubanos a morir en Angola, Etiopía, Nicaragua y otros escenarios extranjeros, en conflictos que nada tenían que ver con el destino de su pueblo. Al mismo tiempo, dentro de Cuba, mandó al paredón a sus opositores, llenó las cárceles de disidentes, y provocó un éxodo masivo que vació a la nación de más de dos millones de sus hijos en los primeros años de su mandato.
Pero lo más siniestro de Fidel Castro no fue su capacidad para destruir, fue su talento para perpetuarse. Ninguno de los dictadores mencionados en la lista de Klarecon gobierna después de muerto. Hitler cayó con su Reich, Stalin con su terror, Franco con su dictadura, y Mao con su revolución. Castro, en cambio, logró lo impensable: murió en su cama, con honores, y dejó tras de sí un sistema que sigue oprimiendo, vigilando y censurando bajo el mismo discurso con que él justificó sus crímenes.
Hoy, su imagen aún preside instituciones, plazas, escuelas y medios. Su pensamiento, una mezcla de dogma y delirio, sigue siendo política de Estado. Y su legado no es otro que una nación empobrecida, dividida, envejecida y exhausta.
Los millones de muertos de Stalin, Hitler, Mao o Pol Pot no pueden compararse numéricamente con los de Fidel Castro, no porque el dictador cubano fuera menos cruel, sino porque no tuvo tantos habitantes a su alcance. De haberlos tenido, probablemente su obra habría sido igual de devastadora.
La historia, tarde o temprano, pone cada nombre en su sitio. Y cuando se hable de los dictadores más letales, no solo por las muertes que causaron, sino por la duración de su daño, Fidel Castro tendrá que figurar como el único que sigue gobernando desde la tumba.