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Por Oscar Durán
La Habana.- Cuba quiere contarse, aunque ya casi no quede nadie para hacerlo. En medio de un éxodo que ha vaciado barrios enteros, el gobierno anunció con bombos y platillos la preparación de un nuevo censo de población y viviendas. Una tarea que, en cualquier país normal, serviría para planificar el futuro, pero que en la isla parece más bien un intento desesperado por maquillar la tragedia demográfica.
La televisión nacional, fiel al libreto, lo presentó como una gran hazaña técnica. Detrás de los números y las comisiones, sin embargo, asoma el mismo drama: un país que ha emigrado hasta el perro, ahora quiere inflar cifras para convencerse de que todavía existe.
El primer ministro Manuel Marrero, siempre presto a justificar lo injustificable, declaró que el censo es necesario “para la mejor toma de decisiones”. Uno se pregunta qué decisiones puede tomar un gobierno que no ha sabido tomar ni la del desayuno. Hablan de “datos actualizados” cuando los datos reales duelen.
Según el propio Centro de Estudios Demográficos de la Universidad de La Habana, el 30% de los jóvenes que abandonaron el campo en 2024 tenían entre 15 y 34 años. Es decir, los que deberían sostener el país están en Panamá, en Tapachula o en la frontera de El Paso. Los que quedan en la isla miran cómo los burócratas discuten sobre encuestas mientras la vida se les desangra entre apagones y colas interminables.
La Oficina Nacional de Estadísticas e Información dice estar lista para los “seminarios de preparación” en Mayabeque, como si la escasez de lápices y formularios fuera el principal obstáculo. Lo que no dicen es quién responderá las preguntas del censo. ¿El anciano que quedó solo en el solar porque sus hijos cruzaron el Darién? ¿La madre que finge que su hijo “vive aquí” para que no le quiten la libreta? ¿O el vecino que ya no existe oficialmente porque pidió asilo político? Pretenden contar casas vacías, camas frías y pueblos convertidos en necrópolis demográficas.
Hablan también de migración interna, de provincias que se vacían para llenar otras, como si el problema fuera de mudanzas y no de supervivencia. Lo cierto es que las zonas rurales están quedando desiertas. En los campos, donde antes se escuchaban gallos y machetes, hoy solo quedan los viejos cuidando un pedazo de tierra improductiva. Los jóvenes se fueron, los tractores se oxidaron y los planes agrícolas se convirtieron en documentos empolvados en algún buró ministerial. No hay desarrollo local posible cuando el país entero se desangra por las fronteras.
Mientras tanto, el gobierno insiste en revisar el “programa materno infantil” y en agradecer los “donativos internacionales”. Todo suena tan patético como un enfermo crónico celebrando que le prestaron una muleta. Los nacimientos siguen cayendo, los hospitales carecen de lo básico y las mujeres en edad fértil son las primeras en irse. La natalidad, al igual que la fe en el futuro, está en terapia intensiva. Pero Marrero sonríe ante las cámaras, repite frases huecas y habla de “acciones de seguimiento”, como si el país no estuviera ya en estado terminal.
Quizás el próximo censo sirva para algo: para dejar constancia, con cifras oficiales, del tamaño de la ruina. Porque si el régimen quiere contar, que cuente bien: los que se fueron, los que murieron esperando un cambio, los que callan por miedo y los que aún resisten por pura obstinación. Ese será el verdadero retrato de Cuba: una nación fantasma, dirigida por hombres que cuentan cuerpos, pero no vidas.