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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- Otra vez la comedia. Otra vez el espectáculo. Miguel Díaz-Canel se sube al avión, o al helicóptero, o a lo que tenga combustible —que es mucho más de lo que tiene el cubano de a pie— y se lanza a su gira de «turismo presidencial».
Esta vez le tocó a Remedios, Caibarién y un par de municipios de Cienfuegos. Llegó, caminó por calles que, milagrosamente, amanecieron limpias. Preguntó en una Mipyme que, seguramente, funcionaba a media máquina solo para la visita. Observó el procesamiento de langostas o de esponjas que, estoy seguro, el pueblo no verá en su mesa ni en su baño. Todo normal, todo bajo control. O eso es lo que nos quieren vender.
Pero detrás de la foto, la realidad. Esas calles que hoy recorre impecables, ayer eran un vertedero y mañana lo volverán a ser. Esos pueblos que visita llevan días, a veces semanas, sumidos en apagones interminables.
¿Se quedará él a sufrir uno? ¿O a dormir en la oscuridad y el calor? Claro que no. Su visita es un parpadeo, un instante de ciencia ficción donde todo parece funcionar. Un espejismo orquestado con el único fin de llenar el noticiero con imágenes de un presidente «cercano» y «trabajador». Pura puesta en escena.
Y hablemos del séquito. ¿Cuántos carros, cuántos asesores, cuántos escoltas, cuántos periodistas? Mientras en esos municipios no hay una gota de diesel para recoger la basura, para regar las plantaciones que se mueren de sed o para fumigar contra el dengue, de pronto aparece una caravana presidencial que consume más combustible en un día que todo el pueblo en una semana. Es el doble rasero en su máxima expresión: «Ustedes aguanten, que nosotros llegamos con nuestro circo».
¿Y qué resuelve? ¿Qué problema concreto se soluciona después de que se van las cámaras? Nada. Absolutamente nada. Llega, escucha a los directores de empresas —que, muertos de miedo, le dicen que «todo va bien» o que «con un poquito más» lo solucionan—, da un discurso genérico sobre la resistencia y se marcha. No hay un plan, no hay recursos nuevos, no hay una solución estructural. Es un ritual vacío, una farsa repetitiva que ya todo el mundo reconoce. Es ir a Aguada de Pasajeros o a la Empresa Horquita a que le mientan en la cara, y hacer como que se lo cree.
La pregunta del millón es: ¿a qué van? No van a resolver. Van a simular que gobiernan. Es más fácil aparecer en televisión «supervisando» que sentarse en una oficina a desatar los nudos burocráticos que asfixian al país. Es más cómodo escuchar halagos y promesas que enfrentarse a la cruda realidad de un sistema quebrado. Estos viajes no son una herramienta de gobierno; son su sustituto. Son la evidencia de que no hay ideas, no hay estrategia, solo hay una necesidad desesperada de aparentar actividad y control.
Al final, el balance es desolador. El presidente vuelve a La Habana, se sube a su burbuja, y los pueblos que visitó regresan a su olvido. La basura se acumula, los apagones continúan, y la langosta se exporta. Mientras, el país se pregunta: ¿cuándo dejará el teatro y empezará a gobernar de verdad? Estos viajes sin sentido no son la solución; son el síntoma más claro de la desconexión y la impotencia de un gobierno que ha demostrado, una y otra vez, que es incapaz de sacar al país del hoyo. No necesitamos un actor que recite guiones de optimismo, necesitamos un estadista que enfrente los problemas. Y eso, por desgracia, no se encuentra en ninguna de estas giras.