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Por Carlos Cabrera Pérez

Con los malos tiempos que corren para la lírica y en medio de la histeria arancelaria, la poeta cubana Gleyvis Coro Montanet ha tenido los santos ovarios de sacar un libro de sonetos con tumbao que; a priori, parece un alegato lésbico, pero es un puñado de sonetos retumbando en una catedral laica e irreverente cuya presentación ocurrió en casa del pionero gramático Antonio de Nebrija.

Los relatos carentes de ritmo espantan a los lectores, pero no es el caso de La catedral de la mujer, un libro vagina que tritura los postulados y postalitas machistas de las sociedades contemporáneas y disemina sabrosas sonoridades que viajan del Cucalambé a Sindo Garay, sin caer en la tentación del bolero rasgado por el dolor de cantinas con tipos acodados y llorando por lo que pudo haber sido y no fue.

La lírica cubana es más hija de Góngora que de Martí y el dictum de Gleyvis bebe directamente del fabuloso Siglo de oro de la lengua española y ese es otro valor del libro, cuando en España el oportunismo político menoscaba lo español y pretende convertir arroyitos en pleamar, minorías en olas y sanacos en lobos de mar.

La poesía es el mejor antídoto contra la injusticia y la chabacanería, especialmente ahora, cuando la casta verde oliva y enguayaberada, en su incesante decadencia, pretende manipular el reparto para recaudar dólares estadounidenses a costa de ritmos urbanos que -como toda cultura de la pobreza impuesta- reflejan el desencanto, la ira y los instintos primarios de los hijos de una suciedad (no es una errata) construida con la hoz, el martillo y el verbo jesuita.

Una visita a la catedral de Gleyvis entona, emociona y transmite valores, habitualmente vedados a la comprensión del macho que confunde ternura con manoseo y amor con templeta; esos depredadores con pitusas y pulóveres de Mickey Mouse que suspiran por un cuadro de tortilla y husmean en la bugarronería, como contaba Severo Sarduy, el mejor cronista de Pájaros en la playa y otras desventuras revolucionarias.

El castrismo, como todo establishment, no solo silenció la homosexualidad, sino que la combatió con saña desde los primeros años de la inundación, parametrando a los diferentes, expulsándolos de universidades y trabajos y de la propia Cuba, como ocurrió durante el éxodo de Mariel.

El discurso sincopado y sabrosón de Gleyvis es también una venganza contra todo el andamiaje homófobo verde oliva y los cantos de sirena de Mariela Castro y su pelotón de mariquitas y pan con pan de izquierda; incluido el cimarrón Barnet que -a cambio de aro, balde y paleta- ha reescrito la historia para complacer a sus verdugos.

Los libros que merecen la pena son los que promueven indagación, sonrojo y la aceptación del diferente; eterna asignatura pendiente de la humanidad y La catedral de la mujer conmueve, sin renunciar al cubanísimo choteo, envuelto en una cuidada edición de BajAmar, editorial asturiana, que ha apostado por un cante de ida y vuelta que descubre la dicha de mear sentada; como saben las papayas con maldad.

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