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Por Luis Alberto Ramirez ()
No recuerdo si fue Platón o Santayana quien dijo aquella frase tan lapidaria: “Solo los muertos verán el final de la guerra.” Pero, sin importar quién la haya pronunciado primero, lo cierto es que la humanidad lleva siglos confirmándola. Siempre hay una guerra encendida en algún rincón del planeta. La violencia parece ser una pulsión inevitable de nuestra especie, como si lleváramos el conflicto tatuado en el alma.
La fábula del sapo y el escorpión ilustra a la perfección esta naturaleza autodestructiva. El escorpión no puede evitar picar, aunque eso le cueste la vida. Así somos los humanos: racionales en apariencia, pero con un instinto que muchas veces nos arrastra a destruir lo que construimos.
Jesús dijo en el Sermón del Monte: “Vosotros sois la sal de la tierra, pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada?” Y hoy, viendo lo que ocurre en Oriente Medio, pareciera que esa sal se ha pasado de medida.
Los terroristas, en particular, perdieron el sentido del límite. Se han vuelto una parodia grotesca del fanatismo. No valoran la vida; la desprecian. Para ellos, la muerte es una celebración. Bañan su ideología en sangre, bailan con las balas e inhalan pólvora como si fuera incienso sagrado.
No soy pesimista, pero cuando escucho hablar de acuerdos de paz con grupos como Hamás, no puedo evitar pensar que esos tratados duran lo mismo que una buena noticia: apenas un suspiro. De hecho, mientras las cámaras aún enfocaban las firmas y los apretones de manos, ya se estaban disparando entre ellos. Más de cincuenta pasaron “a los brazos del profeta” en cuestión de horas.
El problema con el terrorismo no es solo su violencia, sino su propósito. No buscan la paz, ni la justicia, ni siquiera el poder estable. Buscan la guerra perpetua, el caos que les da sentido. Por eso, mientras el mundo occidental confía en papeles y promesas, ellos afilan cuchillos y preparan bombas.
Erradicarlos no es una opción dura, es una necesidad. Porque si el escorpión siempre pica, no se le puede invitar a cruzar el río una segunda vez.
La frase de Platón o Santayana sigue resonando como una profecía inquebrantable: solo los muertos verán el final de la guerra. Los vivos, mientras tanto, seguimos condenados a repetirla, una y otra vez, con distintos nombres, distintos bandos y el mismo resultado.