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Por Oscar Durán
Mayabeque.- Yexenia Fonseca, una madre de San José de las Lajas, cuenta cómo la negligencia se volvió rutina: siete horas esperando una ambulancia con su hijo fracturado, derivaciones que se eternizan y una cadena de culpas que se pasa el problema de mano en mano hasta convertir la urgencia en abandono. Su relato —lleno de rabia, palabrotas y verdades crudas— desnuda un sistema que prioriza intereses y combustible antes que la vida humana. La sensación que deja es la de un país donde la atención médica se mueve por favores y dinero, y donde la impotencia de una madre choca con la indiferencia de quienes deberían protegerla.
En el hospital Leopoldito Martínez, según la denuncia, la situación fue kafkiana: ingreso remitido “directo para el salón por una fractura en el brazo”, instrucciones contradictorias, personal que acusa al equipo de ambulancias y ambulancieros que señalan a los médicos, mientras el paciente queda flotando entre responsabilidades ajenas. Peor aún: la ambulancia, esa promesa móvil de auxilio, aparece por la ciudad como un patrimonio privado y no servicio público; se usa “para todo menos para llevar pacientes”, escribe la madre con la desesperación y la vulgaridad que da el estar al borde del llanto. Esa crudeza del lenguaje es, precisamente, el pulso que tiene hoy la calle y que conviene oír sin filtros.
No es un relato aislado ni una queja pueril: es la suma de años de colapso en la salud pública. Cuando una familia entra en combate por lo elemental —por un suero, por la posibilidad de que un niño no haga una broncoaspiración y muera— la discusión deja de ser técnica y se vuelve moral. La madre lo dice sin rodeos: protesta en Facebook y asume consecuencias; prefiere perder una cuenta antes que perder a su hijo. Esa decisión, tan íntima como pública, interpela a una sociedad que ha normalizado la humillación diaria como si fuera un costo inevitable.

Si algo define al caso es la mezcla de negligencia institucional y la economía de los favores: combustible, ambulancias que se convierten en taxis oficiales, intereses personales que se anteponen a la urgencia sanitaria. Es aquí donde la denuncia juega su papel; no para escandalizar por escandalizar, sino para romper el silencio que permite que una sola voz sea silenciada y que el descaro se naturalice. Que una madre llegue a pedir que le quiten Facebook antes de callar por miedo a represalias revela el estado de cosas: la ciudadanía está desprotegida y el sistema, protegido.
No bastan la rabia y el testimonio: hacen falta respuestas claras, transparencia en los procedimientos de emergencia y sanciones públicas cuando la cadena de atención se rompe. Ojalá que otras madres y padres hablen, que se termine el pacto de silencio y que la indignación se traduzca en control social efectivo sobre servicios que no pueden depender del “qué hay en la guantera”. Como escribe con voz filosa quien me enseñó a mirar la realidad sin maquillaje, es hora de nombrar las cosas por su nombre y empujar para que la salud deje de ser privilegio y vuelva a ser derecho.
(«Gracias a todos por no dejar que mi situación quedará impune. Yo soy una persona solidaria, pero a uno le duele lo de uno. Ya mi hijo acaba de salir del salón, una operación de casi tres hora, el peor momento de mi vida. Le pusieron dos varillas y tuvo dos picaduras en el brazo; espero que con el favor de Dios salir rápido de esto. Que diosito me lo siga protegiendo. Gracias a todos», escribió Fonseca)