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Por Anette Espinosa ()
La Habana.- ‘Seis días para morir’ es el título de uno de los cuentos del joven escritor cubano Brau Pérez, recogidos en el libro «Ven y Mira», disponible en Amazon y que El Vigía de Cuba recomienda.
Brau Pérez, de 26 años de edad y médico de profesión, es una de las figuras emergentes de las letras cubanas, cuyo libro puede adquirirse a través del link: (https://www.amazon.com/dp/B0F287DH5T)
Dejamos este cuento acá, con la intención de que vayas a por otros.
SEIS DÍAS PARA MORIR
I
La temprana llovizna golpeaba las aceras como si las nubes lloraran, anticipándose a los acontecimientos aún por ocurrir. Un viento frío maltrataba los ventanales. Dentro, viajando entre sonidos de blues y rockanroles, un joven se abrazaba a su propósito, buscando un motivo que diese lógica a sus pensamientos, perdidos en algún sitio del infinito… o quizás empotrados, como su mirada, en aquel frasco que actuaría de castigador.
Observó a sus verdugos con detenimiento: eran blancas y circulares. Las sostuvo con fuerza. Diez píldoras tal vez no serían suficientes. No demoró en tragar cinco más; pero ni siquiera así encontró la tan ansiada muerte. Deseoso de acabar con su peregrinar agregó, con ayuda de pequeños sorbos de agua, otras ocho pastillas a su fatídica cuenta, y con tranquilidad se sentó a esperar el filo de la guadaña.
II
Eran las dos de la mañana del día 30 cuando lo recibí en el hospital. Entró caminando, acompañado de su madre. Su voz reflejaba el miedo que la embargaba, además que se notaba que había estado llorando, pero aun así sus ojos no podían compararse con los de aquel muchacho: parecían querer salirse de sus cuencas, con una mirada triste y agónica.
Lo interrogué… no sentía nada. ¿Qué iba a sentir después de tragarse veintitantas pastillas? Vino remitido de Santo Esteban Mártir. Allá no lograron que se tomara el carbón activado y en el hospital no disponíamos del antídoto. En ese punto, no quedaba mucho por hacer.
III
Yo no pude verlo hasta el día primero, porque estaba de viaje. Me recibió entre náuseas y vómitos. En su cara se podía ver que lo estaba pasando mal. Se señalaba el lado derecho del abdomen y me decía que le dolía. Los médicos me dijeron que era el hígado y que los análisis arrojaban mal pronóstico, así que debíamos prepararnos para lo peor. Salí a tomar aire, buscando las fuerzas para decírselo a su madre. Ella me abrazó y rompió a llorar, o mejor dicho, continuó llorando: no creo haberla visto calmada en aquellos días. Pero su abrazo fue firme, como los que me daba cuando aún éramos pareja.
IV
A Dani lo conocía de la escuela, porque crecí en Santo Esteban con mis abuelos. Yo trabajaba de enfermera en el hospital y estaba de guardia ese día. Estoy segura de que era un lunes 2. Cuando lo vi, se estaba poniendo ictérico y el dolor lo hacía retorcerse encima de la cama. Mis compañeras me dijeron que cuando llegó no quiso ser atendido y que fue su madre quien, entre lágrimas, le suplicó que se dejase tratar.
V
Se había puesto muy amarillo, lo veía sufriendo y le preguntaba por qué lo había hecho, pero él estaba ido, parecía no escuchar a nadie. Poco después empezaron los sangramientos. Fue horrible verlo en ese estado. Yo… yo lo quería, pero él no me hablaba de sus asuntos. ¿Fue entonces que le dije que estaba embarazada? Sí, creo que se lo dije el martes.
VI
Danilo parecía dormido. En su mente, recorría descalzo los fríos pasillos del hospital hasta salir y respirar el aire contaminado que le llenaba los pulmones de falsa libertad, pero ¡qué le importaba eso a él!, real o no, era suya y ese derecho no se lo podía negar nadie, excepto el destino o él mismo… y entre los dos se habían encargado de todo, días atrás. Respiraba profundo ante aquel nuevo panorama: ¡sería padre! El horizonte se vislumbraba mejor, como aquel miércoles al que el Sol le había robado todo rastro del gris de los días anteriores.
En la cama ocho, el paciente Danilo Monteagudo se disponía a vivir; pero, todavía invisible, ya la guadaña estaba sobre su cuello.