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Por Max Astudillo ()

La Habana.- En Cuba, el agua se ha convertido en un espejismo. Mientras el gobierno habla de «logros de la revolución» y muestra estadísticas de acceso al agua potable que parecen sacadas de un cuento de hadas, más de un millón de cubanos —el 10% de la población, según sus dudosos datos— despiertan cada día sin saber si conseguirán una gota de líquido vital.

En provincias como Santiago de Cuba, Holguín o Granma, la gente lleva meses esperando que el agua llegue como se espera un milagro: con fe, pero sin certezas.

El régimen culpa a la sequía, al embargo y hasta a los ciclones, pero nunca a seis décadas de gestión inepta, corrupción y prioridades torcidas. Mientras, en La Habana, los hoteles de turismo —propiedad de los militares— mantienen sus piscinas llenas y sus jardines verdes.

La realidad es que el cubano promedio no solo carece de agua, sino de agua potable. El 38% de la población no tiene acceso a agua «gestionada de forma segura», y en zonas rurales como Marcané o Alto Cedro, el líquido que sale de los grifos —cuando sale— está contaminado con bacterias y metales pesados.

En algunas ciudades, como Santa Clara o Matanzas, el agua parece un tema de los dioses. Solo aparece por las tuberías muy de vez en cuando, cual si fuera un mandato divino. Y casi nadie tiene agua las 24 horas. Al menos que tenga pozo propio y se arriegue a tomarla así.

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El INRH amite culpas, pero y qué

El Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos (INRH) admite que el 70% de las interrupciones del servicio se deben a apagones, pero calla que las tuberías tienen más agujeros que un queso gruyere: el 40% del agua se pierde por fugas antes de llegar a los hogares. Y en algunos lugares ese por ciento llega hasta el 70 por ciento.

La gente bebe lo que puede: de pozos no clorados, de charcos que se forman en las calles por las roturas, o de pipas que venden el agua a precios de champagne —3,000 pesos por un tanque, el equivalente a un salario mensual.

Las consecuencias sanitarias son brutales. En Santiago de Cuba, donde 300,000 personas dependen de camiones cisterna que llegan cada 85 días, los hospitales están llenos de casos de diarrea, hepatitis y parasitismo.

El gobierno habla de «inversiones» en plantas de tratamiento, pero omite que solo hay cinco plantas de aguas residuales en todo el país, y todas están «inoperantes». Las aguas albañales corren por las calles de Centro Habana y La Habana Vieja, mezclándose con la basura y creando caldos de cultivo para el dengue y el cólera. Una doctora entrevistada por Diario de Cuba lo resumía así: «La Dirección de Higiene no tiene recursos para enfrentar un brote masivo. Esto es una bomba de tiempo». En Perico, en Matanzas, lo saben desde hace semanas. Aunque el gobierno solo habló del tema hace unas horas.

El agua como privilegio de clase

El régimen responde con teatro: anuncia la instalación de 14,000 hidrómetros en La Habana para «racionalizar el consumo», como si el problema fuera que la gente gasta demasiada agua lavándose las manos, y no que las tuberías se deshacen como azúcar en el café. Mientras, invierte millones en proyectos faraónicos que nunca se completan, como las 32 plantas de tratamiento prometidas en 2024 —de las cuales solo se instalaron unas pocas— .

La ayuda internacional, como los 15,5 millones de euros de España para mejorar sistemas de agua en seis ciudades, se pierde en el agujero negro de la burocracia estatal.

Lo más cínico es la desigualdad. Mientras los vecinos de Plaza de la Revolución pasan semanas sin agua, los dirigentes del Partido Comunista —los mismos que hablan de «igualdad social»— reciben el líquido en pipas privadas. Sus urbanizaciones tienen generadores que mantienen las bombas de agua funcionando durante los apagones, y sus hijos nunca han tenido que elegir entre comprar pollo o llenar un tanque de 3,000 pesos2. Para ellos, la crisis es un discurso; para el pueblo, una condena.

Al final, Cuba se ha convertido en un país donde el agua es un privilegio de clase. Donde el gobierno gasta más en excusas que en soluciones, y donde la gente sobrevive gracias a la inventiva —comprando agua en el mercado negro, almacenándola en baldes podridos, rezando para que no les caiga otra enfermedad—. Pero como advierte una habanera: «Se puede aguantar sin luz, pero sin agua no se vive. Y cuando la gente ya no pueda más, la ola de protestas será imparable». El régimen lo sabe. Por eso no arregla las tuberías: refuerza los cuerpos de represión.

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