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Por Albert Fonse ()
La sanción anunciada por el gobierno de Estados Unidos contra Miguel Díaz-Canel fue presentada como una respuesta firme en el aniversario del 11J. Pero no es justicia, es teatro. No es castigo, es maquillaje diplomático. Prohibirle la entrada a un dictador que ya ha visitado el país y que puede seguir viajando por el mundo no es una sanción, es una excusa.
Díaz-Canel puede seguir asistiendo a foros internacionales, caminando por pasillos diplomáticos y reuniéndose con presidentes extranjeros. Mientras tanto, desde suelo estadounidense, sus testaferros continúan moviendo dinero a través de agencias de viaje, empresas de envío y plataformas de recarga telefónica que siguen operando sin ninguna restricción. Los negocios de GAESA en el extranjero permanecen intactos. El Partido Comunista, verdadero núcleo de poder en Cuba, ni siquiera es mencionado.
Esto no es un acto de firmeza. Es una jugada populista para calmar a la opinión pública. Un “miren lo que hicimos” sin hacer realmente nada. Porque si se quisiera actuar con contundencia, ya existiría una orden de arresto internacional contra Díaz-Canel, los Castro y los jefes de la Seguridad del Estado por crímenes de lesa humanidad. También se habría designado al Partido Comunista de Cuba como organización terrorista, responsable directo de la represión, la censura, el adoctrinamiento y el control económico del país.
La dictadura cubana no solo es una amenaza para su pueblo. Representa un peligro directo para la seguridad nacional de los Estados Unidos. Permitir que en territorio cubano operen bases de espionaje de potencias enemigas como China y Rusia no es solo una provocación. Es una amenaza real, documentada, que compromete la soberanía y seguridad del hemisferio occidental.
El silencio de esta administración sobre esas bases espías no es casualidad. Da la impresión de que prefieren no hablar del tema porque saben que al reconocerlo tendrían que actuar con la contundencia que no están dispuestos a asumir. Mantener la ficción de normalidad les resulta más cómodo que enfrentarse a la gravedad del problema.
El contraste con otros casos es escandaloso. A Nicolás Maduro se le sancionó personalmente, se congelaron activos, se bloqueó PDVSA y se coordinaron acciones con gobiernos de América Latina y Europa. A Bashar al-Assad se le aplicaron sanciones extraterritoriales, se activaron leyes como la César y se persiguieron aliados financieros en terceros países.
Contra los oligarcas de Putin hubo bloqueo bancario, expulsión del sistema SWIFT y confiscación de propiedades. En todos esos casos, hubo un costo real. En el caso de Cuba, solo se aplica una prohibición simbólica.
El mensaje es evidente. Esta administración prefiere aparentar firmeza antes que ejercerla. Prefiere anunciar sanciones sin tocar la estructura que mantiene con vida a la dictadura. Por eso GAESA no es tocada. Las redes de empresas pantalla siguen intactas. La embajada en Washington continúa operando con normalidad. Los canales financieros siguen abiertos. Nada amenaza al poder real.
Lo que se necesita es otra cosa. El pueblo cubano merece una respuesta que golpee el corazón del sistema.
Congelamiento de activos a generales, ministros y sus familias. Designación formal del Partido Comunista como organización terrorista. Órdenes de captura internacionales por la represión del 11J. Suspensión de operaciones de agencias de viaje, envío y recargas que sostienen al régimen desde el extranjero. Cierre de la embajada cubana en Washington. Persecución legal a empresas extranjeras que colaboran con GAESA. Eso es actuar con seriedad. Todo lo demás es teatro.
No es falta de herramientas. Es falta de voluntad. Mientras el pueblo cubano resiste entre apagones, represión y pobreza, los responsables siguen viajando, negociando y cobrando. Con sanciones como estas, la dictadura no se debilita. Se fortalece en su impunidad.