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Por Albert Fonse ()
Cuando era niño en Guinea, Robert Sarah vivió en carne propia la brutalidad del comunismo. Vio cómo el régimen marxista de Sékou Touré reprimía a la Iglesia, encarcelaba obispos, cerraba templos y asesinaba sacerdotes. En ese ambiente de terror, la fe no solo era un acto de esperanza, sino de resistencia. A los 34 años, fue nombrado arzobispo de Conakry por Juan Pablo II, convirtiéndose en el obispo más joven del mundo. Desde entonces, su vida ha sido una guerra espiritual contra las ideologías totalitarias.
Décadas más tarde, esa misma firmeza lo llevaría al Vaticano. En 2010, Benedicto XVI lo creó cardenal, mucho antes de que Francisco llegara al pontificado. A diferencia de otros, Sarah no debe su carrera al sistema de poder vaticano, sino a su integridad, su claridad doctrinal y su valentía frente a la persecución. No buscó agradar, sino servir.
Ya en Roma, se convirtió en el rostro visible de la resistencia católica frente al progresismo promovido por Francisco. No por capricho ni por rebeldía, sino por convicción. Mientras el Papa anterior estrechaba manos con dictadores como Raúl Castro o Nicolás Maduro, Sarah alzaba la voz con fuerza. En sus libros y conferencias, denunció que tanto el comunismo como el liberalismo extremo destruyen al ser humano al separarlo de Dios. Equiparó estas ideologías a formas modernas de esclavitud que degradan la dignidad humana en nombre del progreso.
Esa misma defensa de la verdad lo llevó a enfrentarse a la moda eclesial de su tiempo. Como prefecto del Culto Divino, protegió la liturgia tradicional y la misa tridentina, no por nostalgia, sino porque comprendía que la belleza y el silencio sagrado conducen al alma hacia lo trascendente. Se opuso a reinterpretaciones de la doctrina que, bajo el disfraz de inclusión, desfiguraban el Evangelio. Sarah exigió fidelidad, no relevancia mediática.
Su mensaje caló profundo. Millones de católicos encontraron en él una brújula moral en medio de la confusión. En La fuerza del silencio, recordó que el mundo moderno, saturado de ruido, ideologías y egos, ahoga la voz de Dios. Frente a una Iglesia tentada a adaptarse para sobrevivir, Sarah propuso lo contrario: arrodillarse solo ante Dios, nunca ante el poder político, económico o cultural.
Por eso ha sido también uno de los más firmes críticos de las estructuras globalistas. Denunció a las Naciones Unidas por imponer una agenda que desprecia a Dios y subvierte el orden natural. Acusó a la Unión Europea de borrar las raíces cristianas del continente. Advirtió sobre fundaciones globales —como las financiadas por George Soros— que promueven el aborto, la ideología de género y la disolución de la familia en nombre de la libertad. Señaló a organismos como la OMS y el Foro Económico Mundial por intentar reemplazar la fe por una tecnocracia deshumanizada, dirigida por elites que deciden lo que es moral o no sin referencia a Dios.
Sarah no habla desde la comodidad, sino desde la experiencia de quien ha visto lo que sucede cuando el poder aplasta la verdad. No se opone por tradición, sino porque sabe que una Iglesia que se somete al mundo pierde el alma, y al perder el alma, traiciona a los pueblos que necesita salvar. Su lucha espiritual es también una batalla cultural por la libertad auténtica.
Hoy, a sus 79 años, su nombre suena con fuerza entre los posibles sucesores de Francisco. Aunque su edad podría ser vista como un obstáculo, para muchos representa madurez, claridad y coraje en un tiempo de ambigüedades. Es el símbolo de que aún hay pastores dispuestos a dar la vida por la verdad, sin negociar con el espíritu del mundo. Su lucha contra el comunismo no terminó en África.
Si alguna vez hubo un hombre preparado para ser Papa en tiempos difíciles, ese hombre es Robert Sarah.