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REGLA DE REGLA O EL GAZNATÓN QUE ME ABRIÓ LOS OJOS

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Por Tania Tasé ()

(Reciclando. Porque estoy muy cansada. Y porque nos están matando. Desde hace mucho)

bERLÍN.- Yo no sé si hoy en Cuba alguien puede desconocer la pobreza, el abuso y el desamparo que sufre la mayor parte de la población.

Cuando yo era muy joven no veía nada de eso. Y aunque mi familia no era rica, tampoco pensé que había pobreza extrema en Cuba.

A mí también me gustaría poder decir que nací gusana y negar que fui hasta terminada la secundaria, una chica cubana bastante «normal». No lo haré. Sólo que más allá del obligado matutino escolar, no participé en ninguna actividad política. Me aburrían a morir. Estuve siempre metida en lo único que me interesaba: el deporte, las matemáticas y mis libros de todo tipo. En eso sí éramos ricos en casa: teníamos más de TRES mil libros. Bastante de ellos no fueron adquiridos por las vías legales.

Estudié Matemáticas en la Universidad de la Habana. Por razones que ahora mismo no es momento de explicar, no pude ejercer mi profesión.

Así que me puse a trabajar. Mi primer empleo fue en la Panificadora del Este, era una fábrica de pan, ubicada en la carretera vieja de Guanabacoa. Creo que después fue convertida en Coracan o algo así. La Panificadora abastecía de pan de flauta a todos los mercados de Habana del Este y a las bodegas de Guanabacoa y Regla, si mal no recuerdo.

Era un pan de muy buena calidad, se compraba de manera liberada y costaba 15 centavos. Moneda nacional.

Empecé en el departamento de Contabilidad, pero me aburría el trabajo en oficinas, así que luego de dos semanas, pedí que me pasaran a la producción. Me llamaron loca, decían los de la oficina que en la producción trabajaba lo peorcito de la Habana, sobre todo expresidiarios. Que no iba a aguantar eso, bla, bla, bla. Soy muy terca: insistí hasta que me lo permitieron con un «allá tú, después no llores «.

Por poco pierdo la batalla antes de empezarla al ver lo cómica que lucía con mi uniforme de panadera hecho con tela de los sacos de harina.

¿Ya dije que soy terca?

Llegó el día, me ubicaron en la brigada de envase del pan, mi tarea era llevar el control de la producción y la merma (el pan no apto para la venta). Tenía que contabilizarlo todo en mi turno de madrugada y garantizar la distribución cuando llegaran los camiones a cargar a las cinco de la mañana.

Primer día, primer problema. Sale una mujerona de la nada y grita: «qué hace aquí esta blanquita desteñía, aquí no estamos pa criar muchachos?» Yo la vi enorme, aunque quizás no lo era tanto, pero era muy fuerte y tenía un potente vozarrón. Se me encogió el corazón y algo más (ahora ya no tiene sentido que lo niegue). Le dije tartamudeando: «he- ve- ni- do- a- tttttra- ba- jarrr».

Me miró de arriba a abajo y soltó la carcajada más humillante que había escuchado yo a mis escasos 22 años. Y estuvo todo el turno fastidiándome con delicadezas del tipo: a quién te singaste y jugando a adivinar a qué cama de qué jefe yo había ido a parar. Luego del primer impacto jugué a ignorarla y traté sencillamente de hacer mi trabajo. Pero estaba temblando de miedo.

Al final del turno se me acerca mientras yo cuento la merma que se echaba en unos carretones de tablas de madera, y me dice: tienes que apuntar tres más. Y yo ingenuamente apunto tres panes más, ella suelta una carcajada que me hiela la sangre y me aclara: tres carretas más. Le digo que no puedo hacer eso. Ella insiste y amenaza: las apuntas o te despingo. Entiendo que me acomplejé, porque de otra manera no puedo explicar la guapería con la que le grité: soy yo la que te voy a despingar a ti, ya me tienes resingá. Bueno, es lo último que recuerdo antes de que se apagaran la luz y todas las máquinas de la fábrica.

Lo siguiente fue despertar en el Hospital Naval con un ojo que no podía abrir y la mandíbula dislocada.

Nunca voy a entender por qué no la denuncié y qué me hizo volver la siguiente madrugada al trabajo, a pesar de tener un certificado médico de 14 días, que nunca presenté. Supongo que fue mi terquedad. Todavía no podía abrir el ojo, hasta mucho después no pude hacerlo.

Con el ojo que sí podía abrir, veo que se me acerca en la taquilla la misma mujer y me dice: çme chivateaste? Le digo que no. Y ella me mira seria y lanza un «mejor así «. Le respondo, no te chivatié, pero no te tengo miedo. Es entonces que me pregunta mi nombre y me dice que ella se llama Regla de Regla. Con una voz muy tranquila me dice: vamo a pinchal y sale caminando al lado mío. Cuando llegamos a la nave, todos los demás nos miran y se ríen, hasta que ella vocifera: ella es Tania, y el que se meta con ella, se mete conmigo, así que ya saben.

Trabajé anonadada y con mucho dolor, pero sin quejarme hasta el final. Entonces ella viene y me dice que recuerde apuntar tres carretas más de merma del pan. La miro directo a los ojos y le digo muy suavemente: no, no puedo hacer eso. Pensé que me mandaría otra vez al hospital y cerré mi único ojo abierto esperando el golpé que nunca llegó. Luego sentí que me pasaba su brazo por encima de los hombros y le gritaba a la brigada: ey, gente, hoy nos vamos a desayunal a la Tabernita. Y a mí me dijo al oído: tú también vienes.

La Tabernita era un bar que nunca cerraba cerca de la Virgen del Camino, que yo, chica de universidad, no conocía. Era para mí totalmente nuevo estar en ese lugar bebiendo ron y cerveza a las siete de la mañana, con gente a las que temía y no entendía. Ahí escuché las historias de todos y todas, gente simple y trabajadora, pobres, negros y que vivían en su mayoría en Regla y Guanabacoa. Ahí supe que Regla de Regla tenía un marido estibador del puerto preso, un hermano mutilado del cuerpo y la psiquis de la guerra de Angola y tres negritos a los que mantener. Y que para eso y subir jaba (fue la primera vez en mi vida que escuché esa frase), tenía que trabajar en la fábrica de noche, lavar ropa ajena por el día y singarse al reeducador de su marido cada vez que a él se le ocurriera prohibir el pabellón. Necesité muchos rones para asimilar aquello.

Todavía los necesito.

Pregunté por qué me había golpeado por las dichosas carretas del pan merma. Me explicaron que las carretas del pan merma iban para el plan porcino de las unidades militares, y que eso se pagaba mejor que el pan que iba para los mercados. Por esa razón había que adulterar las cifras y hasta echar a perder el pan adrede, ya sea la masa o quemarlo en los hornos. Para que todos pudieran cobrar hasta el doble de sus salarios por concepto de primas. Si eso no se lograba, ellos no podrían alimentar bien a sus familias.

Esa noche apunté las tres carretas extras y lo estuve haciendo todo el resto del tiempo que trabajé ahí.

Después de unas semanas, cuando ya mi ojo estuvo curado, Regla de Regla me invitó a su casa, no puedo describir las condiciones que vi ahí, no podía entender por qué yo lo tenía todo y ella no. Todavía no lo entiendo. Me ocupé de repasar a su única hija hembra que era muy inteligente, pero no podía estudiar bien porque tenía que ayudar a su madre. Regla de Regla quería que su hija fuera «a la universidá pa que no tenga que vivir como yo ni templarse a quien no quiera».

Esto sucedió a finales de la década del 80, antes del período especial.

La miseria, el abuso y el desamparo que sufre Cuba no son de hoy.

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