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Por Luis Alberto Ramirez ()
Ayer, en un rincón de las redes sociales, donde aún se respira libremente, un señor, sin apellidos rimbombantes ni cargos en la Asamblea Nacional, lanzó una observación que encierra más lógica que todo el discurso oficial repetido durante décadas.
Según él, la reciente reforma impulsada por Raúl Castro para eliminar el límite de edad para postularse a la presidencia no es una medida ideológica ni estratégica, sino un movimiento táctico con nombre y apellido: Alejandro Castro Espín.
El razonamiento es sencillo, y como suele ocurrir con las verdades incómodas, también es directo: el hijo de Raúl Castro está a punto de cumplir los sesenta años. Bajo la constitución anterior, quien superara esa edad quedaba automáticamente fuera del juego presidencial.
Con la eliminación del límite, se abren las puertas, no al pueblo ni a la democracia, sino a una continuidad de apellido, una suerte de transición de sangre en un sistema que dice odiar el nepotismo burgués, pero que lo practica con fervor revolucionario.
Y es que la historia cubana reciente parece escrita con tinta invisible que sólo se revela con la sospecha. El cabrón de Raúl Castro, en una repentina fiebre constituyente, retira una norma que él mismo impulsó en 2019, cuando supuestamente buscaba evitar “el caudillismo” y promover el “relevo generacional”.
¿Qué cambió desde entonces? Nada, excepto la edad de su hijo y, quizás, la sensación de que Díaz-Canel ya cumplió su papel de marioneta decorativa.
Ayer, al cierre de la Asamblea Nacional, Raúl Castro gritó a todo pulmón «¡Viva Díaz-Canel!», como quien intenta sellar su discurso con la estampilla de la lealtad. Pero ese grito no sonó a convicción. Sonó a cortina de humo. A gesto ensayado para encubrir lo evidente: que detrás de la ovación está el cálculo, y detrás del cálculo, la sangre.
La revolución cubana, que alguna vez prometió acabar con los privilegios de cuna, se revela cada vez más como una dinastía disfrazada de ideología, al mejor estilo de Corea del Norte. No es la nación quien decide, sino un círculo cerrado que diseña leyes a medida de sus herederos. Lo que antes era la maquinaria de un partido, ahora parece la planificación de una herencia.
Si el señor de las redes sociales tiene razón, y todo apunta a que no está muy lejos de la verdad, Raúl no está retirándose del poder, está prolongándolo por vía consanguínea. Está alisando el camino para el ascenso de un nuevo Castro, esta vez con uniforme invisible, pero con los mismos genes del control, porque verdaderamente el Tuerto, así le llaman al hijo de Raúl, es el tipo que está dentro de la concha en el gran teatro nacional
Y mientras tanto, el pueblo cubano asiste, una vez más, al mismo espectáculo: un cambio de escenario para que nada cambie, una constitución que se dobla como servilleta de bolsillo y un país que envejece esperando la libertad, mientras sus líderes se reciclan con la fórmula más vieja del mundo: el poder heredado.