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Por Madelyn Sardiñas Padrón ()
Camagüey.- Desde los primeros años tras el triunfo de 1959, los líderes del entonces revolucionario movimiento, y sus continuadores, han convertido la descalificación de sus detractores en práctica sistemática. Gusanos, escoria, mercenarios y traidores han sido los calificativos más empleados por décadas. Con el tiempo, se han sumado otros como desagradecidos y odiadores. Así, se ha ampliado el repertorio de etiquetas dirigidas a la crítica.
La descalificación se ha hecho extensiva incluso a la crítica de la gestión gubernamental y a las quejas por sus pésimos resultados. Aquellos que se atreven a cuestionar son etiquetados como “revolucionarios confundidos”. Es como si fueran incapaces de pensar por sí mismos o de ver la realidad que los rodea.
Más allá de palabras y epítetos, está la ausencia de autoridad moral para calificar a alguien de traidor a la patria por oponerse a sus designios. Quienes han hecho de la descalificación su herramienta olvidan que tienen su propio tejado de vidrio. Tarde o temprano, los cristales propios también terminan quebrándose.
Según el diccionario, traicionar es fallarle a alguien, decepcionarlo o abandonarlo. ¿Con qué autoridad moral puede alguien que traicionó reclamar lealtad, precisamente de aquellos a quienes traicionó?
Desde los mismos inicios, los líderes del movimiento revolucionario que triunfó en 1959 incumplieron promesas fundamentales. La Constitución de 1940 no fue restituida. Además, las primeras elecciones, celebradas 17 años después, no ofrecieron al pueblo la oportunidad de elegir a su máximo líder.
Lo que se prometió como un cambio hacia la justicia y la libertad se transformó en un sistema de control. Así, las garantías individuales fueron anuladas. Las mismas libertades que dijeron defender quedaron enterradas por leyes que, con el tiempo, las han convertido en quimera.
Si tomamos como base el discurso pronunciado por Fidel el 4 de enero del ’59 en Camagüey, los cubanos seguimos sin tener Patria. No tenemos libertad de prensa, de expresión, de reunión y de manifestación, y la corrupción nos sigue consumiendo. Mientras, cada año nos prometen progreso una y otra vez. Si nos guiamos por ese discurso, los gobernantes cubanos son ladrones. No gobiernan con transparencia y temen a la libertad de expresión y de prensa. A tal punto, que la propia Constitución elimina estas libertades.
Millones de cubanos han emigrado, incluso arriesgando sus vidas, y otros tantos no lo han hecho porque no han podido. Los salarios han sido siempre simbólicos; me atrevo a asegurar que muy pocos han guardado relación con el valor del trabajo realizado. A lo que Fidel llamó hambre en aquel momento, hoy se bautiza como crisis alimentaria, pero es exactamente lo mismo.
«Luego, hay que arreglar la República. Aquí algo anda mal o todo anda mal», dijo Fidel en 1959. Más de seis décadas después, esas palabras resuenan con una vigencia inquietante, en un país que sigue atrapado en las mismas sombras que prometió disipar. Si exigir cambios nos convierte en traidores, ¿cómo deben llamarse quienes traicionaron esas mismas promesas desde el inicio?
La República no la puede arreglar un hombre solo; la acción cívica del pueblo consciente de sus derechos es imprescindible para lograrlo. El primer paso de esa acción es luchar por una constituyente, porque sin ella, el pueblo seguirá sin poder decidir su destino.
La Protesta del 18, a la que me uní en mayo de 2023, es una pequeña contribución en el camino de vuelta de los cubanos a nuestra patria. PARA NO MORIR CON LOS BRAZOS CRUZADOS. Como en cada jornada de protesta, estaré sentada durante una hora en el parque Agramonte de mi natal Camagüey.