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La Habana.- En ningún lugar del mundo la prisión es una experiencia sencilla, pues por definición es la pérdida de la libertad. Sin embargo, en Cuba, el encarcelamiento trasciende lo penitenciario para convertirse en una lucha diaria por la supervivencia física misma.
Los reclusos no solo son despojados de su libertad, sino de los derechos más elementales que preservan la dignidad humana: dormir en una cama con un colchón mínimo y contar con tres comidas al día en condiciones básicas son lujos inalcanzables.
Lo que ocurre entre los muros de las cárceles cubanas no es una mera privación de libertad; es una degradación sistemática y calculada del ser humano, una maquinaria diseñada para quebrar cuerpos y almas bajo la indiferencia estatal.
El sistema alimentario dentro de las prisiones es, en sí mismo, una forma de tortura silenciosa. Las raciones que se proporcionan son tan paupérrimas e insuficientes que ningún preso podría sobrevivir únicamente con ellas.
Esta realidad impone una carga despiadada a las familias, quienes deben convertirse en líneas de vida, llevando comida desde el exterior para que sus seres queridos no sucumban al hambre. La comida se transforma así en moneda de cambio y en un arma de presión; la amenaza de que estos envíos no lleguen o sean interceptados pende como una espada de Damocles sobre los reclusos, haciendo que la próxima comida sea una incertidumbre angustiante.
Para los presos políticos, este calvario se intensifica con la perversa estrategia del distanciamiento. El régimen, de manera deliberada, traslada a estos disidentes a centros penitenciarios ubicados en extremos opuestos del país, lejos de sus redes de apoyo familiar.
El objetivo es claro: aislar, desgastar y quebrar cualquier forma de resistencia. Un informe del Centro de Documentación de Prisiones Cubanas documentó que, en un solo año, se registraron más de 1.300 violaciones a los derechos humanos dentro del sistema penitenciario, incluyendo la negación deliberada de atención médica y condiciones de vida infrahumanas. Esta lejanía no es logística; es un castigo adicional y una táctica para garantizar que su voz se apague en la oscuridad de una celda remota.
La consecuencia más trágica y elocuente de este sistema son las muertes bajo custodia. Estas no son eventos aislados, sino un goteo constante y evitable. Según la organización Cubalex, en lo que va de 2025, al menos 34 personas han muerto en centros penitenciarios cubanos, un promedio de casi una cada semana.
Un informe anual detalla que, en un período de doce meses, se documentaron 60 muertes bajo custodia estatal. Estas personas no fallecen por causas naturales en el sentido estricto; perecen por enfermedades tratables que se agravan por la negligencia médica, por la desnutrición crónica que debilita sus cuerpos o, directamente, por la violencia física de sus carceleros. Sus muertes son, en última instancia, homicidios por inacción y brutalidad institucionalizadas.
El estado de salud de la población reclusa es el reflejo de esta política de exterminio. Se han verificado casos de desnutrición masiva, con más de 400 reclusos en algunos centros clasificados con «bajo peso».
El informe del Centro de Documentación de Prisiones Cubanas también señala que, entre los presos políticos identificados, 472 padecen patologías médicas graves y 41 sufren trastornos mentales sin acceso a tratamiento alguno. Se documentan métodos de tortura como «la cama turca», que consiste en mantener a la persona esposada en posición fetal durante días, y el uso prolongado de esposas que impiden funciones básicas como comer o asearse. Esta es la realidad cotidiana: un sistema diseñado para infligir el máximo sufrimiento.
Ante esta evidencia, la conclusión es inexorable. Las prisiones en Cuba han superado la función de castigo para erigirse como centros de exterminio donde se aniquila sistemáticamente la dignidad y, en demasiados casos, la vida misma.
Los muros no solo encierran; destruyen. La comunidad internacional no puede seguir siendo espectadora de esta crisis humanitaria. La opacidad es el mejor aliado del verdugo, y por eso el régimen se niega a permitir el acceso a organismos de supervisión independientes como la Cruz Roja.
Mientras no se rompa este cerco de impunidad, cada celda seguirá siendo una tumba en potencia y cada recluso, un número más en una estadística mortal que el gobierno cubano intenta ocultar a toda costa.