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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Cuba es un país que avanza hacia el abismo a golpe de baches y corrupción. Es más, si Cuba fuera un automóvil, sería un Ford Fairlane de 1956 con el motor fundido, las llantas desinfladas y un policía de tránsito cobrando peaje por dejarle pasar humo.
La isla es un museo rodante de calamidades viales: carreteras que parecen trincheras de guerra, autos que deberían estar en un taller de chatarra y un gobierno que, en lugar de arreglar el desastre, reparte multas como si fueran caramelos en un entierro.
La Carretera Central —esa reliquia de los años 30 que ni Machado reconocería— es hoy una pista de obstáculos donde los baches tienen más historia que los discursos de Díaz-Canel. Un video reciente muestra a unos cubanos esquivando hoyos como si jugaran al Frogger en modo supervivencia: «Esto está abandonado por completo», grita uno desde una moto que baila más que un sonero en el Carnaval de Santiago.
El ministro de Transporte, Eduardo Rodríguez Dávila, admite que solo se reparó el 22% de los baches en 2024. El resto sigue ahí, esperando a tragarse un neumático o una vida. Pero no importa: según el régimen, el 92% de los accidentes son por «factor humano», nunca por el hecho de que conducir en Cuba sea como pilotar un rover lunar en un campo de minas.
El parque automotor cubano es un zombie mecánico. Hay almendrones que llevan más décadas en la carretera que el Partido Comunista en el poder. Coches soviéticos que tosen plomo, motos chinas con más soldaduras que un barco pirata, y camiones reconvertidos en guaguas donde los pasajeros viajan como sardinas enlatadas.
El gobierno, en lugar de importar vehículos modernos, ofrece trueques surrealistas: cambiar tu auto viejo por otro viejo pero menos viejo, previo pago en pesos cubanos —que valen lo mismo que un billete de Monopoly—. Mientras, los jerarcas se pasean en Toyotas o Mercedes blindados. La desigualdad también se mide en kilómetros por hora.
Si la corrupción fuera combustible, la PNR tendría reservas para un siglo. Los agentes detienen a taxistas por estacionarse en zonas de taxis, multan a motociclistas sin licencia —que no pueden obtenerla porque el Estado no las emite—, y dejan pasar camiones sobrecargados… si el soborno está bien empaquetado.
En 2025, el régimen recaudó mil millones de pesos en multas. Dinero que, por supuesto, no se invierte en arreglar ni un solo semáforo. Y los policías se dan la buena vida. Hasta con fiestas lujosas los fines de semana. A costa, todo, del soborno del martes. O del jueves, Que sé yo.
En Cuba, la innovación es macabra: tractores que arrastran remolques con 50 personas, camiones militares convertidos en rutas y ‘camellos‘ mecánicos -que por suerte ya no existen- que parecen salidos de Mad Max. El gobierno llama a esto «soluciones creativas». Los cubanos lo llaman jugarse la vida.
El resultado: accidentes masivos como el de Morón, donde dos autobuses chocaron y murieron siete personas. La causa oficial: «error humano». La causa real: un país donde el transporte público es una lotería con balas.
Mientras La Habana gasta millones en congresos de cualqier tipo, las carreteras se desintegran. Mientras Díaz-Canel habla de «soberanía tecnológica», los cubanos viajan en chatarra con ruedas. Y mientras el ministro de Transporte posterga planes de reparación por «falta de combustible», los hospitales se llenan de víctimas de choques evitables.
En enero de 2025, murieron 65 personas en accidentes. Seis más que el año anterior. Pero el régimen sigue culpando a los conductores, nunca a décadas de abandono, a la burocracia asesina ni a la hipocresía de un sistema que exporta médicos pero no puede poner un parche en la Carretera Central. O en una céntrica calle de La Habana.
Epílogo: Cuba no necesita más campañas de concienciación vial. Necesita carreteras, autos que no sean ataúdes con motor, y policías que protejan —no extorsionen—. Pero eso requeriría un gobierno que priorizara vidas sobre consignas. Y eso, hoy por hoy, es ciencia ficción.