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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- Mi hijo tiene 14 años y mide 1.81. Desde que dio los primeros pasos le metí en la cabeza la importancia de estudiar, y que le gustara el béisbol. Hubiera dado mi vida porque fuera pelotero.
Tiene talento pero no le importa el béisbol. Prefiere el fútbol. Es fan del Barcelona, y dice que no le importa estudiar. «¿Estudiar para qué?», me dice siempre. Y recalca que no quiere trabajar en un hotel.
Su única idea desde que tiene 10 años es largarse de este país a la primera oportunidad. Mi sobrino tiene 16 años y también piensa lo mismo. Es bueno en la escuela, pero no tiene otra idea en la cabeza.
La inmensa mayoría de los cubanos quieren irse. Hasta los ancianos, que ya no pueden trabajar en ninguna parte se quieren ir. Los que tienen hijos fuera, esperan que los reclamen, no temen en subir a un avión y largarse.
La juventud está en lo mismo. Entre los que se han ido y los muertos, la población cubana ha perdido el 24 por ciento de su total en los últimos cuatro años, según estudios recientes. La cifra es alarmante.
La investigación del reconocido economista y demógrafo cubano Juan Carlos Albizu-Campos concluye, con base en datos oficiales y estimaciones propias, que el número de cubanos residentes en la isla a finales de 2024 ascendía a 8.025.624.
Esa cifra está lejos de los 9.748.532 de las estadísticas oficiales que ofrece el gobierno, que no encuentra forma de detener la estampida, y tampoco le preocupa porque cree que esos mandarán remesas.
¿Cómo se explica entonces esa caída tan brusca de la población, si Cuba no está en guerra y sus hijos no mueren por centenares cada día en cruentos campos de batalla?
Según Albizu-Campos una reducción de población tan abrupta «solo ha sido observada en contextos de conflicto armado» y cree que la situación de Cuba debería clasificarse como «una crisis demográfica o una crisis sistémica».
Cierto es que el coronavirus se llevó la vida de decenas de miles de cubanos, a pesar del cacareado éxito de las vacunas a las que el gobierno promocionó con bombos y platillos y que, al final no resolvieron nada.
El coronavirus en Cuba, como en todo el mundo, lo frenó la llamada inmunidad de rebaño. Y ni las vacunas cubanas ni ninguna otra fueron tan efectivas. No lo fue la alemana, ni la estadounidense, ni la rusa… Así que qué decir de las cubanas.
La pandemia sorprendió a Cuba desguarnecida, sin reservas de ningún tipo, y las escasas a disposición las dejaron para cuidar la vida de sus nonagenarios dirigentes. La otra parte de la población moría por centenares cada día.
Improvisaron ineficientes hospitales de campaña en escuelas y antiguos albergues, sin condiciones algunas, y los que sobrevivieron se dieron cuenta de que era la hora de salir. El éxodo arreció.
Encima de eso, cuando Cuba se levantó, el 11 de julio de 2021, el gobierno comenzó la más grande cacería de su historia. Encerró a unos centenares y llamó a los otros y los amenazó: ¿O te vas, o vas a la cárcel?
Mi sobrino mayor vivió eso. Y un día se despidió llorando de su madre y tomó el llamado «Camino de los Volcanes». Ahora vive en Tampa, trabaja en una grúa, se llevó a la novia y no quiere saber de Cuba.
Sus padres quieren irse. El intentó sacarlos por el Parole, pero no les llegó. La ascensión de Donald Trump les cortó los sueños y tendrán que esperar, pero en Cuba no quieren vivir. Acá no se puede seguir.
Mis padres, que viven con mi hermana, ya le dijeron que se fuera. «Vete, hija mía, que nosotros nos las arreglamos acá o nos morimos tranquilos, porque ustedes estarán bien. Eso nos hará feliz».
Eso le dijo mi padre hace unos meses, cuando mi sobrino le habló del Parole a mi hermana. Dos gruesas lágrimas corrieron por la mejilla de mi viejo, mientras la vieja se secaba los ojos con un delantal de cocina.
¿Quién tiene la culpa del éxodo y de las familias rotas? ¿Quíen tiene la culpa de que uno de cada cinco cubanos ya no esté? ¿Quién es el culpable de que seamos una nación rota?
Para los que gobiernan hay un solo culpable: Estados Unidos. Hablan de bloqueo, de cantos de sirenas, de intentos de dividir las familias y ahora, incluso, critican a Trump porque quiere devolver a algunos.
Díaz-Canel es más ridículo, y cuando se refiere al tema casi se le salen lágrimas. Le falta poco para llorar, pero no hay más culpables que ellos. El castrismo fomentó desde el primer día el éxodo.
En el mismo 1959 Fidel Castro obligó a miles de cubanos a irse. Les expropió todo a aquellos que tenían grandes fortunas, bienes, inmuebles, tierras, ingenios azucareros, industrias y otras propiedades. Con ellos se fue la esperanza de un mundo mejor.
Luego encarceló, fusiló, desapareció o expulsó a todo el cabezón que se le opuso. Y a la masa, le abrió las puertas para que la caldera a vapor en la que se convertía la isla de vez en vez, perdiera un poco de presión.
Así hizo una y otra vez: Camarioca, el Mariel, la crisis de los balseros, el Camino de los Volcanes… la única vía para vivir es irse de Cuba. La gente lo sabe, lo intuye y lo hace. Los que nos quedamos, estamos condenados a muerte.
Ahora mismo, los cubanos se van a cualquier lugar. No importa si es el desconocido mundo árabe, el fuerte clima de Rusia, o la inamistosa selva amazónica. El único camino es irse.
«Te voy a sacar de acá, Papá», me dijo Jorgito hace unos días. Me comentó sus planes. Quiere irse a Estados Unidos, en cuanto sea mayor de edad, pero si no puede, se irá a Brasil. En Curitiba viven muchos cubanos, me comentó también.
Hace unos días lo sorprendí estudiando portugués por Duolingo. Se encierra en el cuarto y pasa horas en sus estudios, porque no quiere llegar sin saber nada, me dice.
Un día le dije que mejor hacía una carrera y me dijo que si estudia algo, será en otra parte. Bryan, su mejor amigo de la escuela, hijo de un teniente coronel, está en las mismas. Hasta quiere cambiarse el apellido para no perjudicar a su padre.
Jorgito y Bryan saben que en Cuba no se puede vivir. Saben cómo es la vida fuera, lo fácil que es tener comida, electricidad, una ropa decente, ir de vacaciones a cualquier parte, aunque tengas que trabajar mucho.
Y también saben que en otros países no hay que esconderse para hablar de nada. No hay tabúes en esos lugares y pensar diferente no enemista a los hijos y a los padres, me dijo Bryan hace unos días, con lágrimas en los ojos.
Esas son señales que todos vemos, menos los que tiene que verlas. ¡Lástima!