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Por Oscar Durán
La Habana.- El anuncio del Festival del Habano número 26, a celebrase del 23 al 27 de febrero del año próximo, envuelto en lujo y humo de Cohíba. Es la perfecta postal del cinismo institucionalizado en Cuba. Un pueblo revolcado entre apagones, hambre, crisis y un régimen organizando cinco días de alfombra roja. Esto para que un grupo de privilegiados se reúnan a celebrar una marca nacida de una revolución que hoy solo fabrica miseria.
La dictadura no pierde oportunidad para recordarle al mundo que sabe lucrar con el mito mientras estrangula a quienes intentan vivir fuera de él.
El discurso oficial vende “ambiente inigualable” y “prestigio internacional”. Esto es como si los cubanos no supieran que detrás de esas palabras se esconden cuentas bancarias privadas y un aparato de propaganda en piloto automático.
Cohíba, la joya de la corona tabacalera, se convierte en símbolo de una paradoja grotesca: un país sin comida, pero con el cigarro más caro del mundo. Es un Estado incapaz de garantizar leche, pero experto en fabricar humo, literal y figurativamente. La Habana será, durante cinco días, vitrina de opulencia en medio del derrumbe.
Resulta insultante escuchar a los organizadores hablar de “descubrir nuevas propuestas”. Sin embargo, la única propuesta que el régimen ha ofrecido en décadas es sobrevivir con lo que haya. Mientras en Pinar del Río los guajiros maldicen cada semilla que no da para alimentar a su familia, esos mismos hombres ven cómo su tabaco viaja a una gala. En esa gala el poder se fuma sus miserias entre aplausos y copas de vino importado. Es una obscenidad maquillada de tradición cultural.
El Festival no es un evento comercial: es una puesta en escena política. Un circo. Es la dictadura exhibiendo músculo ante el mundo y enseñando que, pese a la ruina, sigue controlando el relato y el mercado. Cada Cohíba vendido es un recordatorio de que la Revolución se transformó en corporación. Además, muestra que la isla, al final, es solo una finca donde los de arriba cosechan dólares y los de abajo apenas cosechan resistencia. La marca Cohíba no celebra 60 años de historia; celebra 60 años de expolio.
Eso sí, la prensa oficial llenará páginas de propaganda, narrando la gala como si fuera un logro del socialismo. Sin embargo, en realidad es la prueba viva de su fracaso. No habrá una sola línea dedicada a los miles que no tienen ni para comprar un cigarro en la bodega. Tampoco habrá mención a los trabajadores del campo que producen la hoja con las uñas. Ni a los presos políticos que ven pasar los días en calabozos con olor a humedad y desesperanza. Ellos son el reverso invisible de esa fiesta.
Hay algo particularmente asqueroso en el contraste: un país apagado, hospitales sin suturas, niños con hambre, y un gobierno celebrando habanos de miles de dólares. Si Cohíba es “orgullo nacional”, es porque el régimen necesita un trofeo para esconder que ya no queda nada que mostrar. Es la cultura del escaparate: luces, humo y discursos para tapar la podredumbre que hay detrás de la cortina. El Festival es, en esencia, la metáfora de un país secuestrado que el poder usa como souvenir de lujo.
La dictadura no organiza el Festival para el pueblo, sino a pesar de él. Cada Cohíba encendido en esa gala es un fósforo sobre la dignidad de millones de cubanos que ni siquiera pueden soñar con una vida mínima. Es la desfachatez institucionalizada: vender humo mientras el país arde. Y como todo humo, tarde o temprano se disipa.
Cuando eso ocurra, cuando ya no haya fiesta que encubra la miseria, quedará al descubierto lo que siempre fue. Es una dictadura celebrando sobre las cenizas de su propio fracaso.