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Por Luis Alberto Ramirez ()

Después del triunfo de la Revolución Cubana en 1959, el país no sólo experimentó un cambio en su sistema político y económico. También hubo un severo viraje cultural impuesto desde el poder. A partir de 1960, comenzó a establecerse una censura sistemática que no se limitaba a los medios de comunicación o a la literatura. Esta censura alcanzó el vestir, el hablar, el pensar y, de forma muy marcada, la música.

Durante dos décadas, aproximadamente desde 1960 hasta finales de los años setenta, escuchar música proveniente de Estados Unidos era considerado un acto de traición ideológica. El rock, el pop, el soul y cualquier expresión cultural nacida en suelo norteamericano fue etiquetada como “enemiga de la revolución”.

Los discos eran confiscados. Además, las emisoras silenciaban a artistas populares del momento. Aquellos que se atrevieran a escuchar esta música en la intimidad de sus casas podían ser delatados y perseguidos por “diversionismo ideológico”. Este término se convirtió en sentencia.

Uno de los mecanismos más evidentes de esta política cultural fue la sustitución de la influencia norteamericana por la música española. España, a pesar de estar bajo el franquismo, fue considerada por el régimen cubano como una opción “ideológicamente neutral”. Esto era porque no representaba el peligro del «imperialismo yanqui».

Así nació el emblemático programa radial “Nocturno”. Este espacio fue diseñado para promover artistas de habla hispana. Fue en ese contexto que surgieron como ídolos nacionales grupos como Fórmula V, Los Diablos, Los Mustang. También solistas como Nino Bravo, Juan Bau, Julio Iglesias y Raphael.

Hubo hasta presos

Sin embargo, incluso dentro de ese universo aparentemente permitido, existían fronteras no visibles. José Feliciano, por ejemplo, puertorriqueño y ciego, cuya música cruzaba las fronteras políticas, fue vetado, y escuchar sus canciones podía llevarte a prisión. Lo mismo ocurría con humoristas como Guillermo Álvarez Guedes, cuya sátira y picardía eran vistas como subversivas.

Yo mismo fui víctima directa de esta represión. Por el solo hecho de tener casetes con música de José Feliciano y cuentos de Álvarez Guedes fui encarcelado durante noventa días en la prisión de San Luis. No hubo juicio ni defensa posible. Mi crimen: tener oídos para lo prohibido, reírme con lo que debía entristecerme, buscar libertad a través de sonidos.

No era sólo la música. Fidel Castro, con su conocido desprecio hacia la individualidad, criticaba abiertamente a los jóvenes que usaban el cabello largo, vestían a la moda o tocaban guitarra. Los llamaba despectivamente “Elvispreslianos”, un término sin sentido literal pero cargado de desprecio revolucionario. Ser “Elvispresliano” era, en la práctica, un delito cultural.

Cuando ser diferente era un crimen

A pesar de todo, la juventud cubana encontró refugio en esa “década prodigiosa” que nos regaló una identidad alternativa. La música española se convirtió en un símbolo de resistencia emocional y cultural. Era el escape posible, el sonido que no podía ser reprimido completamente.

Mientras el régimen trataba de uniformar el alma cubana, miles de jóvenes tarareaban en secreto canciones de amor, libertad o desamor. Y estas canciones no estaban escritas por la revolución, sino por la vida.

La historia oficial no contará esto. No hablará de las golpizas en la escuela por llevar pantalones pitusa. Tampoco mencionará las brigadas que te rapaban el cabello por “parecerte a un hippie”. Ni dirá que hubo cárceles por escuchar a un ciego cantar al amor o por reír con un chiste de doble sentido. Pero los que lo vivimos sabemos que la censura más peligrosa no fue la del papel o la radio. Fue la que intentó encarcelar los sentimientos.

Hoy, cuando muchos descubren tardíamente a Feliciano o a Álvarez Guedes en plataformas digitales, no saben que escuchar sus voces era antes un acto de coraje. Porque en la Cuba del «hombre nuevo», ser diferente era un crimen. Cantar, vestirse o reírse a tu manera era un desafío.

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