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Nigeria: cementerio de pueblos, la persecución contra los cristianos y el ascenso del terror yihadista

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Por Jorge L. León (Historiador e investigador)

“El norte de Nigeria es un gran cementerio, un valle de huesos, la parte más desagradable y brutal de Nigeria.”

Obispo Matthew Hassan Kukah

Houston.- Nigeria, la nación más poblada de África, se desangra lentamente. Lo que durante décadas fue un país de tensiones étnicas y desigualdad económica, hoy se ha convertido en un territorio de guerra interna, donde ser cristiano equivale a cargar una sentencia de muerte.

En aldeas, iglesias y caminos rurales del norte y centro del país, la cruz se ha transformado en blanco de exterminio. Las cifras estremecen: miles de cristianos han sido asesinados, centenares de templos arrasados, y más de dos millones de personas viven desplazadas por el terror.

Un infierno cotidiano

Ejecuciones públicas, aldeas enteras incendiadas, secuestros de sacerdotes y niñas violadas: escenas que ya no son excepcionales, sino parte de la rutina del horror. La violencia en Nigeria tiene muchos rostros, pero en su raíz más amarga late un fanatismo que utiliza el nombre de Dios para justificar la barbarie.

Grupos como Boko Haram y su escisión, el Estado Islámico de la Provincia de África Occidental (ISWAP), han hecho del norte nigeriano su laboratorio del miedo. Su objetivo declarado es imponer una versión radical de la sharía y erradicar toda presencia cristiana.

Según Open Doors International, Nigeria encabeza la lista mundial de países donde más cristianos son asesinados por su fe: en 2024, más de 4.000 cristianos fueron ejecutados y más de 1.000 iglesias atacadas o destruidas. En los estados de Borno, Kaduna, Benue y Plateau, la situación es insostenible. Solo en Benue, en el primer semestre de 2025, se reportaron más de 200 asesinatos y aldeas arrasadas, según reportes locales y agencias internacionales. La prensa nigeriana habla ya de “masacres en serie”.

El rostro de los verdugos

La estructura del terror se reparte entre tres grandes actores: los insurgentes islamistas, los pastores armados de la etnia fulani, y los bandidos que secuestran y saquean aldeas enteras. El resultado es el mismo: muerte, desplazamiento, miedo.

Los ataques más crueles ocurren en comunidades rurales donde el Estado brilla por su ausencia. En Kaduna, decenas de aldeas cristianas han sido destruidas y sus habitantes forzados a huir. En Plateau, las matanzas se cuentan por centenas. Las víctimas son granjeros, maestros, misioneros, niños. El crimen mayor: ser cristianos, cultivar su tierra, y negarse a huir.

Las mujeres sufren una doble condena: además del miedo al ataque, el secuestro las somete a esclavitud, matrimonios forzados y conversión bajo amenaza. Boko Haram hizo tristemente célebre este método en 2014 con el secuestro de más de 200 niñas en Chibok; muchas nunca regresaron. Hoy, los secuestros continúan como negocio y como instrumento de terror.

La indiferencia del mundo

La comunidad internacional asiste en silencio. Las potencias occidentales, tan rápidas en condenar otras crisis, apenas levantan la voz ante el genocidio silencioso en Nigeria. Los organismos multilaterales se limitan a “expresar preocupación”, mientras las aldeas desaparecen una tras otra.

El Departamento de Estado de EE.UU. retiró a Nigeria de su lista de países bajo vigilancia especial por violaciones a la libertad religiosa, pese a los informes de miles de muertos. Esta decisión, denunciada por organizaciones religiosas, fue interpretada por muchos como un acto de indiferencia moral.

En días recientes, Estados Unidos lanzó una advertencia directa al gobierno nigeriano. El presidente Donald Trump denunció públicamente “el asesinato masivo de cristianos” y advirtió que, de continuar los crímenes, Washington suspendería toda ayuda al país e incluso consideraría una intervención militar para erradicar a los grupos islamistas responsables. Sus palabras, calificando la situación como “una amenaza existencial para el cristianismo”, marcan el primer pronunciamiento contundente de una potencia occidental ante esta tragedia silenciada.

Europa, ocupada en sus crisis internas, parece haber olvidado que la defensa de la libertad religiosa es uno de los pilares de la civilización occidental. Y mientras tanto, los obispos nigerianos, los pastores evangélicos y los laicos cristianos siguen siendo asesinados a machetazos o quemados vivos por turbas fanatizadas.

Un país fracturado

Nigeria está partida en dos: un sur mayoritariamente cristiano y un norte dominado por el islam. Pero la línea divisoria ya no es solo geográfica; se ha vuelto ideológica. En los pueblos del norte, el miedo ha sustituido la fe. Los templos cerrados, las campanas mudas, los altares vacíos son el testimonio más doloroso de un Estado que ha perdido el control y la autoridad moral.

El obispo Matthew Hassan Kukah lo expresó con crudeza: “El norte de Nigeria se ha convertido en un gran cementerio.” No exagera. En aldeas de Sokoto, Maiduguri o Zamfara, los cementerios se expanden más rápido que los cultivos. Las tumbas sin nombre se multiplican, mientras las autoridades locales miran hacia otro lado o, peor aún, colaboran por miedo o conveniencia con los grupos armados.

Una amenaza global

La tragedia nigeriana no es un caso aislado. Es el espejo de un fenómeno que crece en África y se extiende hacia Europa. El islamismo radical, que en su versión política o armada busca imponer su doctrina, avanza bajo el silencio o la ingenuidad de Occidente.

Muchos inmigrantes musulmanes viven en paz y trabajan honestamente, pero dentro de ese flujo se filtran minorías radicales que no vienen a integrarse, sino a transformar nuestras sociedades desde dentro, imponiendo costumbres y normas religiosas ajenas al espíritu de libertad que define al mundo occidental.

El peligro está en ignorar esta realidad. No se trata de condenar a una religión entera, sino de reconocer que el islamismo radical es una amenaza real y activa contra la libertad, la mujer, la cultura y la fe cristiana. Nigeria es la advertencia más trágica de ese proceso.

El silencio cómplice

Cada cruz quemada, cada iglesia reducida a cenizas, es un grito que no llega a las cancillerías europeas. Occidente se ha vuelto tibio, y su tibieza se parece demasiado a la cobardía. Mientras en Abuja se multiplican los funerales, los medios internacionales apenas dedican unas líneas.

La ONU calcula que más de 4 millones de personas han sido desplazadas por la violencia en el norte del país. Es una crisis humanitaria de proporciones descomunales. Sin embargo, los fondos internacionales para ayuda humanitaria se reducen, y las organizaciones cristianas que operan en la zona sobreviven con escasos recursos.

Resistir y defender

En medio del horror, la fe de los cristianos nigerianos resiste. Muchos celebran la misa bajo árboles, sin templos ni seguridad, sabiendo que una bala o una bomba puede truncar el oficio. Es una fe que conmueve y que interpela a quienes vivimos seguros en tierras de libertad.

Defenderlos no es solo una cuestión de solidaridad religiosa, sino una obligación moral. Si el islamismo radical conquista impunidad en África, su próximo destino será Europa y Occidente. No se trata de odio, sino de supervivencia cultural y espiritual.

Así las cosas, Nigeria sangra por una herida que el mundo no quiere ver. Cada aldea cristiana incendiada es una derrota para la humanidad. Cada niño que muere por su fe es una advertencia al futuro.

La lucha contra el fanatismo no se libra solo con armas, sino con verdad, con coraje y con defensa activa de nuestros valores. Si Occidente continúa callando, su silencio será cómplice.

¡¡El silencio del mundo es la segunda muerte de los inocentes!!

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