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NI STEVENSON LO NOQUEÓ Y AHORA SOBREVIVE HACIENDO CARBÓN

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Por Damiel Martínez Rodríguez ()

Cienfuegos.— Estas líneas quizás no seduzcan al mundo de las modas editoriales. Las escribo persiguiendo la emoción, no la historia y eso impli­ca un riesgo.

No buscan sensacionalismo por el tema que aborda y que a lo mejor podría ser cebo para ciertos hambrientos de quién sabe qué.

Algunas de las experiencias que lee­rá permanecen agazapadas en la conciencia, curándose como en la oscuridad de una bode­ga, esperando la ocasión en que puedan fluir hasta vaciarse.

Sus párrafos se trazarán con adjetivos y verbos propios y sinceros, cuyos colores hablarán sin miedos.

Tal vez entre este amasijo de palabras y silencios, usted reco­nozca rostros que el olvido convirtió en llamas o cenizas…

Un día, en un espacio de tiempo que no vale recordar, Félix Lemus se subió al tren del curso de la vida para afincarse en un pedazo de tierra lejos de la ciudad.

Quizás quería sepultar cier­tas desilusiones que cargó en su maleta luego de abandonar el boxeo.

En lo más profundo de su ser deseaba desenterrar sus raíces más auténti­cas y por supuesto, sobrevivir, en una época en el que el día a día puede ser una emboscada…

Algunos hemos sido olvidados

“Algunos hemos sido olvidados. Nadie se preocupa por mí, ni saben dónde estoy. Lo digo de corazón, cuando era atleta siempre estaba listo para pelear —señala, mientras se reclina en un sillón de madera que chirría un lamento triste—.

«Fui entrenador. Estuve enfermo e in­capacitado, me retiré por eso. Soy impedido fí­sico, aunque no lo parezca —acentúa en tanto menea la cabeza y eleva uno de sus dedos ín­dices, largos y anchos—.

«Tengo cuatro hernias discales y una en la cervical ya operada. Ade­más, sufrí un infarto”, esboza y tuerce el gesto con un grado de resignación que casi grita.

“Vine aquí para subsistir. En la ciudad, con los poco más de 3 mil pesos que gano, pues me aumentaron por combatiente internacionalista, es imposible.

«Mi señora está operada de cán­cer y no trabaja, tampoco tiene retiro”, puntea como si cada oración contuviera una semilla de una verdad desesperanzadora.

“Mi situación se sabía, incluso en el go­bierno provincial. Hace muchos años pedí un cambio de vivienda. Éramos ocho en un apar­tamento de dos cuartos.

«jamás recibí respues­ta —dice a la vez que se limpia la comisura con el dorso de la mano, tal vez para evitar morder otra vez ciertos recuerdos—.

«Por suer­te mis hijas lograron hacerse de las suyas gra­cias a su esfuerzo. Ahora trabajo este pedazo de tierra”.

Se levanta con las manos en los bolsillos del pantalón y los hombros algo encorvados.

Tan alto como es, camina hacia el patio, a lo mejor para calmarse, atender las gallinas o responder al murmullo de las ramas de los árboles.

Vayan a verlo, pedía la esposa

“Cuando estuvo encamado por las hernias discales, vivíamos en la ciudad —murmura Li­dia Sorí, su esposa hace más de 40 años—.

«Yo le decía a la gente que lo conocía que fueran a verlo —subraya en tanto apretamos los labios contra el borde esmaltado de unas tazas de olo­roso y oscuro café—, algunos a veces pregun­taban, pero hasta ahí, nunca fueron a verlo”, recalca, y su voz cansada con algunas gotas de desilusión, se mezcla con el ruido de los calde­ros en la cocina.

Lemus regresa y se sienta. Una de sus enor­mes manos reposa sobre el brazo del sillón y se la rasca suavemente con los dedos de la otra.

“Hace muuuuchos años la Comisión de Atención a Atletas me dio un juego de baño. Prometieron comprarme las losas. Todo se que­dó ahí” —aprieta la boca como si le doliera des­pués de recordar algo así—.

“Por cierto —dispara y las arrugas alrede­dor de los ojos se le marcan haciéndole parecer más viejo— del municipio me llamó alguien hace unos días. Se encarga de lo relacionado con las glorias.

«Después de tomarme unos da­tos dijo que yo era figura relevante y no gloria deportiva. No sé qué es eso —insiste encogién­dose de hombros—.

«No peleé en Juegos Olím­picos ni en Campeonatos Mundiales ni Pana­mericanos. Ahí estaba Teófilo Stevenson.

«Fui oro en torneos Playa Girón y Giraldo Córdova Cardín, titular del Campeonato Centroameri­cano y del Caribe de 1983 y logré medallas en varios eventos en Europa”, confirma y se pasa los dedos por su cabello gris como esperando una respuesta que el tiempo le ha negado…

Teófilo nunca me pudo noquear

Le interrogo sobre algo que escuché. Se queda en silencio observando a su alrededor. Solo un perro negro, con dientes amarillos de­moníacos, agostada cara de rata y una mirada húmeda fiel nos observa atentamente tumbado en el piso de la sala.

“La gente pregunta cómo le aguanté a Teo —arroja y sonríe con calidez, inclinando la ca­beza.

«Sinceramente iba confiado. Hacía mi pelea. ¿Qué podía pasar?, ¿que me noqueara? Eso le pasaba a casi todos. Fue el mejor por mucho. Siempre perdí, una vez por votación de 3-2.

«Nunca me noqueó. Pocos le aguantaban los tres asaltos. Fuimos buenos amigos. Cada vez que venía a Cienfuegos nos veíamos y pescába­mos.

» Lo extraño, era una bella persona”, pro­yecta con un hilo de voz, en tanto se frota los ojos con los dorsos de las manos para borrar las huellas de las lágrimas que pugnan por llegar hasta su mentón.

“Boxear no es fácil, mijo —recalca en tan­to aplasta un mosquito que atacó lentamente su antebrazo.

«Hay que estar muy concentra­do y hacer lo que se acordó con el preparador, sino ya sabes. Cuando noqueas a alguien pue­den pasar por tu mente muchas cosas.

«Tumbé a un camagüeyano y me asusté. Rebotó en el ring como no sé qué. Fue tremendo, no le pasó nada malo. Nunca lo olvidaré. Por suerte no sufrí ninguno.

El boxeo no me dejó secuelas

“El boxeo no me dejó secuelas. No recibí muchos golpes en la cabeza —aclara y percibo un alivio en su semblante a la vez que se balan­cea suavemente.

«En los pesos grandes los gol­pes son tremendos, es lo que le gusta a la gente. Ahora es diferente. Las peleas no son atractivas como antes. Los guantes tienen más volumen. No hay intercambios largos”.

Calla y cobran protagonismo los pájaros que se retan ululando en un cercano árbol. Suspira y los labios del tiempo le susurran al oído ciertos duelos sin armas.

“Decidí retirarme con 27 años. Choqué con Alcides Sagarra. Fue por un problema de salud en mi familia.

«Discutimos, reconozco que le falté el respeto —manifiesta como si la sal le escociera una herida en el espíritu—, su actitud no fue la mejor, incluso me separaron del equipo nacional.

“Volví en gran forma. En el Playa Girón de 1986 le gané a Jorge Luis González. Escuché la bronca que le echó Alcides después de la pe­lea. El título se lo llevó Stevenson.

«Tuvieron que regresarme al conjunto nacional. Fui a la gira por Europa y al regreso dije ¡hasta aquí llegué!”, sentencia con un suspiro voraz.

Las huellas de ciertas mordeduras espiri­tuales reaparecen en su piel. Habla con rotun­didad. Es una especie de liberación en medio de las sombras.

Sentí racismo, el racismo a los blancos

“Sentí el racismo. Digo la verdad —afirma en tono áspero.

En el boxeo no llevaban bien a los blancos. A la hora de entrenar y decidir a qué competencias irían. Si reclamabas decían: ¡es por decisión técnica! No era fácil.

“En algún momento de mi carrera fueron injustos conmigo. Es verdad que fue una época complicada por la calidad.

«Pude tener la opor­tunidad en algún Panamericano u otro evento —alega y su caligrafía verbal mengua.

«Estar en unos Juegos Olímpicos hubiera sido tremen­do, pero ahí estaba mi amigo Teófilo Stevenson, el más grande boxeador de todos los tiempos en Cuba. Era imposible”, sentencia con la seguri­dad y prudencia de quien vivió la experiencia en carne propia.

“Quiero que la gente me vea como lo que soy, un guajiro noble y sencillo. Gracias alboxeo salí del monte y conocí parte del mun­do y a otras personas.

«Aquí en este pedazo de tierra la gente me quiere. Eso es lindo. ¿La fa­milia? Es mi tesoro —indica mientras le late la emoción.

«¿Si pudiera regresar al pasado y escoger un rival? —Carraspea, tiembla su voz e incluso le lagrimea el corazón—. Sería Steven­son, mijo.

«En esta vida no muchos pueden decir que pelearon con un tren…

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