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Nadie quiere ser periodista del oficialismo en Cuba

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Por Max Astudillo ()

La Habana.- En Cuba, el periodismo oficialista se ha convertido en un fantasma que nadie quiere vestir. Dos estudiantes en Ciego de Ávila se presentaron al examen de aptitud para Periodismo este año. Dos. Hace un lustro, eran decenas.

Hoy, la carrera huele a naftalina y a servicio militar obligatorio para mujeres, ese regalo burocrático que el gobierno les envuelve como si fuese un destino glorioso. ¿Quién diablos quiere esperar un año, rifle al hombro, para luego sentarse a redactar consignas?

Los medios oficiales son un museo de cera: todo parece real, pero nada se mueve. La narrativa es un monólogo sordo, ajena a los apagones de 20 horas, a las colas por arroz, a los jóvenes que escapan en balsas o se pudren en pluriempleos. La credibilidad se esfumó como el combustible en Matanzas. ¿Para qué estudiar cinco años si al final te pagan en monedas y te exigen sonreír ante el abismo? El periodismo aquí no es una vocación, es un acto de masoquismo.

El dinero lo mancha todo. Un médico, un ingeniero, un periodista: da igual. El salario es una burla, y la supervivencia un juego de ruleta. Transportarse a la universidad cuesta más que la matrícula; una laptop, más que el sueldo de tres meses. Los estudiantes lo saben. Por eso el 51% abandona antes de graduarse. No es flojera: es que en Cuba, la ecuación «estudio = futuro» lleva décadas sin cuadrar1.

Cualquier cosa, menos periodista

El régimen, en su desesperación, rebajó el listón: ya no importa si suspendes o ni siquiera te presentas al examen de ingreso. Puedes entrar igual. Pero flexibilizar el acceso no resuelve el problema de fondo: ¿qué ofrece esta profesión? ¿La gloria de ser tachado de «mercenario» por los tuiteros oficialistas? ¿El privilegio de narrar la «resistencia creativa» mientras tu vecino vende dulces en ML para comer?.

Los pocos que se gradúan terminan en una mipyme, como dice el meme. Y no es chiste. Es la crónica de un país donde el título universitario vale menos que una licencia para vender café en la calle. El periodismo oficialista no paga, no inspira, no cambia nada. Solo reproduce el guion del poder, ese que insiste en ver «paraísos» donde hay miseria.

Los jóvenes no son tontos. Prefieren ser influencersyoutubers, cualquier cosa menos periodistas del sistema. ¿Para qué? Para que te vigilen, te censuren y te obliguen a callar cuando Díaz-Canel repite, por enésima vez, que el bloqueo es el culpable de todo. El periodismo independiente, al menos, tiene el vértigo de la verdad. El oficialismo, solo el polvo de los archivos.

Y así, la prensa estatal se ahoga en su propia irrelevancia. Sin jóvenes, sin credibilidad, sin salarios. Un cadáver que ni siquiera los más leales quieren embalsamar. El último periodista que apague la luz. Si es que queda alguna bombilla funcionando.

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