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Por Luis Alberto Ramirez ()
Miami.- La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ha decidido continuar la línea de su mentor político Andrés Manuel López Obrador, enviando petróleo a Cuba y recibiendo a cambio médicos cubanos. No es un gesto aislado, sino la prolongación de una relación histórica marcada por el romanticismo ideológico y el interés político.
Antes de ellos, el expresidente Enrique Peña Nieto, del PRI, dio un paso más al condonar una gran parte de la deuda que Cuba había adquirido con México, en lo que fue presentado como un gesto de hermandad latinoamericana, pero que en el fondo sirvió para oxigenar al régimen de La Habana.
Desde hace décadas, la política mexicana hacia Cuba ha sido un vaivén entre la complicidad y la distancia. Durante los gobiernos del PAN, especialmente con Vicente Fox y Felipe Calderón, las relaciones se enfriaron por motivos ideológicos. Sin embargo, el retorno de la izquierda al poder con Morena reactivó los vínculos bajo el pretexto de la cooperación médica y la “solidaridad entre pueblos hermanos”.
Lo cierto es que México no necesita médicos cubanos; tiene suficientes profesionales, aunque mal pagados y desmotivados. La presencia de brigadas cubanas no es más que una justificación política para transferir recursos al régimen de La Habana, que vive en una asfixia económica cada vez más evidente.
Como señala la politóloga Pía Taracena, de la Universidad Iberoamericana, “la Revolución Mexicana sirvió de ejemplo para la Revolución Cubana y fue un proceso legitimador de la política exterior de México hacia Cuba”. Y en efecto, desde el triunfo del castrismo en 1959, México ha mantenido una postura de “no intervención” que, paradójicamente, ha servido para proteger a un régimen que no permite la intervención de su propio pueblo en los asuntos del Estado.
La reciente votación en la ONU contra el embargo de Estados Unidos a Cuba no fue una sorpresa: México, junto a casi todos los países de América Latina, volvió a respaldar al régimen cubano. Pero más allá del discurso “antiimperialista”, lo que hay detrás es una intromisión en los asuntos internos de un país soberano, como bien podría alegar Washington. Estados Unidos tiene derecho a decidir con quién comercia o no, y quienes votan en contra de esa política se están inmiscuyendo en decisiones internas que le corresponden únicamente a ese país.
La ironía es evidente: Claudia Sheinbaum no pasa un solo día sin recordarle al mundo que “los estadounidenses no deben intervenir en los asuntos internos de México”, mientras su gobierno respalda abiertamente a una dictadura extranjera, ignora sus violaciones de derechos humanos y financia, con petróleo y contratos médicos, al aparato represivo cubano.
El problema de México con el castrismo no es diplomático, sino ideológico. Es el resultado de una solidaridad automática de la izquierda, que prefiere cerrar los ojos ante la miseria y la represión en Cuba antes que reconocer el fracaso del modelo socialista. Cuidan al régimen de la’bana como si lo hubieran parido, como si el yate Granma lo hubiesen construido en los astilleros de Méjico. Cuba sobrevive gracias a los “tapahuecos” de la izquierda internacional, y México, bajo Sheinbaum, parece dispuesto a convertirse en uno más de esos remiendos que prolongan artificialmente la vida de un sistema que ya no se sostiene por sí mismo.
La historia demuestra que la relación entre ambos países ha estado marcada por la nostalgia revolucionaria y la conveniencia política. Pero mientras la’bana sigue exportando médicos y recibiendo petróleo, el pueblo cubano continúa sin medicinas, sin alimentos y sin libertad; y México, en su intento de jugar a la revolución, se convierte en cómplice de un régimen que niega todos los derechos a su pueblo, y de paso, se inmiscuye descaradamente en los asuntos internos de Estados Unidos.