Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Mermelada y galleta en Santiago para alimentar a los niños… de locos

Comparte esta noticia

Por Jorge Sotero ()

La Habana.- Lo peor no es el hambre, sino la normalización del hambre. Lo peor es que un frasco de mermelada se convierta en la solución de un gobierno para un niño desnutrido en Santiago de Cuba. Lo peor es la foto mental que uno se hace: un niño con los ojos grandes, las costillas marcadas, y una autoridad sanitaria, o lo que sea, entregándole un paquete de galletas como si le estuviera dando las llaves de la ciudad.

Es el mundo al revés, el país del revés, donde la limosna se disfraza de plan nutricional y donde la dignidad de un niño pesa exactamente 250 gramos, que es lo que pesa ese paquete de galletas que, seguramente, se acaba en un suspiro.

Mientras, en otra Cuba, la de los dólares y los euros, la de los turistas, los mostradores rebosan. Hay queso, hay yogur, hay carne que la mayoría de los cubanos solo recuerdan por el olor.

Es una esquizofrenia perfectamente orquestada: una realidad para los que llegan de fuera y otra, mucho más cruda, para los de dentro. Y en medio de ese apartheid silencioso, los niños. Los más frágiles. Los que no entienden de políticas ni de embargos, pero sí entienden el vacío en el estómago y la promesa incumplida de un plato de comida.

¿Por qué un niño cubano no puede desayunar lo mismo que un turista alemán que ha pagado un todo incluido? La respuesta es tan obscena como simple: porque el sistema lo impide.

Lo controla todo y no resuelve nada

El gobierno lo controla todo. Cierra las puertas a la iniciativa privada con la misma saña con la que abre las puertas de los hoteles a los extranjeros. No quiere ciudadanos emprendedores, quiere súbditos dependientes. No quiere mercados abastecidos por productores locales, quiere un monopolio estatal que decide quién come qué y cuándo.

Y si no hay, pues mermelada. Siempre mermelada. Siempre azúcar para tapar la amargura de una nevera vacía y un futuro robado. La desnutrición infantil no es una fatalidad, es una consecuencia. La consecuencia lógica de un modelo que antepone el control a la gente, la ideología a la vida.

Y entonces llegan los apagones. Literales y metafóricos. Los apagones de luz que sumen las casas en una oscuridad pegajosa, y los apagones mentales de una propaganda que te quiere hacer creer que el problema es el sol que no luce lo suficiente o un “factor de coincidencia” que suena a chiste malo.

Nos vamos a quedar a oscuras, cocinando con leña en pleno siglo XXI, y habrá quien lo venda como un regreso a las raíces, como una victoria de la resistencia. Es el mundo al revés, otra vez. Donde la miseria se viste de virtud y donde un niño desnutrido es un problema que se resuelve con un bote de caramelía.

Solo hay recursos para controlar

Lo más aterrador es la resignación. Leer los comentarios de quienes defienden lo indefendible, quienes aplauden la limosna porque han olvidado lo que es un derecho. Gente que justifica con fervor revolucionario que a un niño le den galletas en vez de leche, harina en vez de proteína.

Es la victoria final del sistema: no solo tener a la gente con el estómago vacío, sino también con la cabeza tan lavada que agradece el menú de la pobreza. Han cambiado el bistec por la promesa, la luz por la vela, y el futuro por un frasco de mermelada vacío.

Al final, la imagen lo resume todo: el contraste entre el niño que se come sus galletas bajo un apagón y el turista que se sirve un buffet bajo la luz artificial de un hotel de lujo. Dos mundos separados por la misma playa, por el mismo sol, por la misma bandera.

Un gobierno que se gasta los recursos en controlar, no en alimentar; en prohibir, no en permitir; en sobrevivir, no en vivir. Y una infancia, la de su propio país, que se queda esperando, con la mano extendida, a que el futuro sepa a algo más que a azúcar

Deja un comentario