Enter your email address below and subscribe to our newsletter

MEMORIA…

Comparte esta noticia
Por Eduardo González Rodríguez ()
Santa Clara.- En 1996 y 1997 mi papá estuvo trabajando en un centro se lumbricultura que pertenecía a Tabacuba. Este sitio quedaba -ya no existe- entre el motel Los Caneyes y la presa de los búlgaros, a un costado de un embalse que los proveía de agua suficiente para la faena.
Campesino al fin, mi papá comenzó a limpiar de marabú, piedras y bejucos espinosos un pedazo de tierra, a unos cien metros del centro de lumbricultura, con el objetivo de preparar el terreno para sembrar arroz. Y sembró el arroz. ¡Él solo!
En esa época yo andaba por Camagüey y él me avisó a la hora de la cosecha para que viniera a ayudarlo, así que regresé a mi ciudad y me dispuse, por primera y última vez en mi vida, a cortar arroz.
Competencia de habilidades para la cosecha de otoño en Hangzhou, Zhejiang |  Spanish.xinhuanet.comDe cómo me fue diré simplemente que terminé poco menos que inválido. Es un trabajo bastante duro. Pero lo verdaderamente trascendental de este asunto es que mi papá, en un murmullo, avergonzado, y mientras contábamos el arroz, me dijo «aquí no puedo sembrar más arroz. Ni arroz ni nada».
Un funcionario le había informado que allí no podía sembrar porque esas tierras eran del estado, por lo tanto, estaba cometiendo una ilegalidad. Cuando mi papá me describió al funcionario, un tipo a caballo, supe que era el mismo guardabosque que se metía marabú adentro buscando las pequeñísimas parcelas de tierra -también conocidas como «tumbas»- que algunos padres de familia utilizaban para sembrar, a escondidas, frijoles, maíz, calabazas, boniatos, o para levantar un hornito de carbón.
La noche de los carboneros – OCHOYMEDIOSabía que era el mismo hombre porque una vez, en 1992, mientras José Ramón y yo estábamos velando un pequeño horno de carbón que habíamos hecho a medio kilómetro de la carretera de Los Caneyes, se nos apareció lentamente sobre su caballo nada menos que a las 11 de la noche. «Así los quería coger», nos dijo con satisfacción malsana.
Metió un discurso absurdo de que el marabú que estábamos quemando era del gobierno, que se estaban preparando condiciones para exportarlo, que era un riesgo de incendio y que nos iba a permitir recoger el carbón esa vez, pero la próxima iba a tomar medidas.
Todavía me pregunto, ¿cuánta amargura y soledad tiene que acumular en el corazón un hombre adulto para disfrutar la persecución de otros hombres y, desde un caballo, a las once de la noche, prohibirles el sustento? Nosotros, con la cabeza baja, sintiéndonos delincuentes por haber infringido tantas normativas, no dijimos una palabra.
Cuando el hombre se fue le dije a José Ramón que me quedaría solo esa noche para que él pudiera descansar. Me quedaba un poco de café, dos o tres tabacos, una caja de cigarros y un radio de pilas que era la compañía perfecta. Ya en la madrugada escuché la noticia de que había muerto Rolando Pérez Quintosa. Era el16 de febrero de 1992 y yo tenía 25 años.

Escribo esto porque a veces uno tiene el deber de desempolvar la memoria. Sobre todo ahora que está de moda decir en TV que la gente no quiere producir. Según Esteban Lazo los cubanos viven preguntando «¿qué nos van a dar?», «¿cuándo nos toca?», en vez de aprovechar los beneficios de la tierra. Hubo un tiempo en que la gente quería producir, pero tenía que esconderse. El general «No se puede» ha hecho un trabajo eficiente durante décadas, y lo ha hecho en carros, aviones, barcos y a caballo. Este hoy es el resultado de tanta incoherencia.

El lugar donde mi padre sembró el arroz y donde José Ramón y yo levantamos el pequeño horno de carbón, sigue siendo un monte impenetrable de marabú, yerba mala y bejucos espinosos.

Deja un comentario