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Masonería cubana bajo asedio político

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Por Redacción Nacional

La Habana.- Las imágenes reventaron las redes como pólvora mojada. Hace apenas una semana, un grupo de masones forzó su entrada en la Gran Logia de Cuba, justo en el corazón de La Habana, para desbaratar una reunión convocada por un líder que nadie allí reconocía. Para muchos, era cuestión de tiempo: la hermandad más antigua del país, con cerca de 20.000 miembros, ya venía oliendo a pólvora y traición desde hace meses.

El video se hizo viral. “Esto es histórico. Nunca había pasado algo así. Es un punto de inflexión”, dijo Camila Acosta, periodista independiente y autora del libro Del templo al temple, silencios y escándalos de la masonería cubana. Ella sabe de lo que habla. No es la primera vez que la política mete el dedo en un templo.

La historia comenzó en 2024, cuando Mario Alberto Urquía —entonces Gran Maestro— denunció el robo de 19.000 dólares de las arcas masónicas. A los días, renunció. No porque quisiera. Lo empujaron. Y lo detuvieron. Las redes lo contaron antes que los noticieros, como siempre.

La silla vacía no duró mucho. Mayker Filema Duarte asumió como Gran Maestro provisional, hasta que se eligiera uno nuevo. Pero apenas se sentó, empezaron a lloverle piedras. Lo acusaron de ser cercano a Urquía. Y peor aún, de tener nexos con la Seguridad del Estado. En Cuba, eso no es una acusación: es una sentencia.

Camila Acosta insiste en que no son teorías de conspiración. Lo dice con datos: miembros de la logia críticos con el Gobierno han sido detenidos en las últimas semanas. Tres hechos clave dispararon las sospechas: primero, Filema Duarte se negó a renunciar pese a una votación en mayo que lo destituyó; segundo, el Ministerio de Justicia invalidó esa votación; y tercero, el Gobierno desconoció la elección de Juan Alberto Kessel como nuevo líder, alegando “errores de procedimiento”. ¿Casualidad? Los masones rebeldes dicen que no. Hablan de “golpe burocrático”. Y en Cuba, los golpes nunca son inocentes.

Kessel, aseguran, ganó con el 60% de los votos. Pero eso no bastó. La maquinaria estatal hizo lo que mejor sabe: metió la mano y escondió el guante. El ministro de Justicia, Óscar Manuel Silvera, salió en la televisión estatal para negar interferencias. Dijo que todo era “un asunto interno”. Y remató con una frase que provoca urticaria: “El Gobierno mantiene una relación de cercanía y respeto con la institución”.

¿Cercanía? ¿Respeto? Un día antes del asalto a la Gran Logia, detuvieron a Kessel. Y eso, para muchos, fue una advertencia con nombre y apellido.

Acosta lo resume sin rodeos: “Esto es una demostración de fuerza. El Gobierno quiere imponer su poder. La masonería, al fin y al cabo, es una estructura territorial: hay logias en casi todos los pueblos del país. Tenerlas bajo control les conviene”.

Y así va la cosa en Cuba. Mientras los líderes masónicos se sacan los ojos en público, el oficialismo mueve las piezas como si fuera dueño del tablero. Pero hay algo que no terminan de entender: cuando el templo se convierte en trinchera, la historia suele escribir capítulos que no aparecen en los partes del noticiero.

Porque esto no va solo de masones. Va de poder. Y de quién lo detenta. Aunque sea entre columnas, cánticos y rituales. Porque incluso allí, la política sabe entrar sin pedir permiso. (Con información de EFE)

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