
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Max Astudillo ()
La Habana.- En esta capital, el nombre de Marco Rubio se pronuncia como una amenaza que atraviesa el mar. Es el fantasma personal de una revolución que se le escapó a sus padres, quienes llegaron a Miami en 1956, antes de que Fidel Castro tomara el poder. Ahora, como Secretario de Estado de los Estados Unidos, Rubio ha convertido esa historia familiar en una obsesión política que mantiene en vilo al gobierno cubano.
En las oficinas del Ministerio de Relaciones Exteriores, en lugar de tratar con la Casa Blanca, se ven obligados a lidiar con un cubano-americano que, aseguran, lleva adelante una «agenda muy personal y corrupta». No es solo un funcionario más: es la encarnación de una diáspora que jamás perdonó al régimen.
El canciller cubano, Bruno Rodríguez Parrilla, lo dice con una mezcla de desprecio y desesperación: «El actual secretario de Estado no nació en Cuba, nunca ha estado en Cuba y no sabe nada sobre Cuba». Es el argumento perfecto: cómo puede un hombre que nunca pisó la isla decidir su destino.
Pero en el fondo, lo que realmente aterra al gobierno de La Habana es que Rubio sí sabe demasiado: conoce las miserias de un sistema que ha llevado al país a colapsos energéticos, escasez de alimentos y una inflación galopante. Sabe, como hijo de exiliados, que el régimen se sostiene más por la represión que por el consenso.
Lo más inteligente de la estrategia cubana es intentar dividir al gobierno estadounidense. Rodríguez asegura que el presidente Trump «se presenta como un defensor de la paz», mientras que Rubio «promueve el uso de la fuerza o la amenaza con usar la fuerza como una herramienta cotidiana y habitual».
Es un intento desesperado por salvar lo salvable: si no pueden con el Secretario de Estado, al menos intentarán minar su credibilidad ante su propio jefe. Llaman «bipolar» al Departamento de Estado , como si en Washington hubiera dos políticas enfrentadas y Cuba pudiera pescar en ese río revuelto.
La presencia de un grupo de la Armada de Estados Unidos en el Caribe no solo tiene a Maduro aterrorizado, sino también al régimen de La Habana. Esas maniobras militares frente a las costas de Venezuela son interpretadas como el brazo armado de la obsesión personal de Rubio.
El canciller cubano ha advertido que esta concentración naval «podría tener consecuencias imprevisibles y catastróficas», una frase que delata el miedo real que se esconde detrás de la retórica confrontacional. Cuba y Venezuela han declarado que quien se meta con una, se mete con la otra , pero es una solidaridad que suena a último recurso.
Mientras tanto, Rubio sigue imperturbable en su cruzada. Acusa abiertamente a los líderes cubanos de dirigir una dictadura y ha descrito la situación en la isla como un colapso generacional y económico. Su postura no es nueva: durante la primera administración Trump, ya se decía que «Rubio llamaba los tiros sobre Cuba» y que los diplomáticos tenían instrucciones de mantenerlo contento.
Ahora, con el poder formal de la Secretaría de Estado, puede aplicar presión directamente sobre los aliados internacionales de Cuba para que dejen de apoyar al régimen.
Al final, el miedo de La Habana no es solo a las sanciones o a los barcos de guerra, sino a la persistencia de un hombre que lleva un cuarto de siglo en política definido por su oposición al comunismo. Temen que Rubio esté dispuesto a llevar la presión hasta el límite, jugando con fuego en el Caribe.
Y temen, sobre todo, que su obsesión personal pueda ser, precisamente, el elemento que finalmente logre lo que seis décadas de embargo no han conseguido: cambiar el juego por completo. Mientras, en La Habana, observan cómo el hijo de unos inmigrantes cubanos se ha convertido en su peor pesadilla.