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Los mamoncillos y mi papá

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Por Kathy Eisenring ()

Basilea.- Desde hace un tiempo ando pescando milagros, destellos de verdades sagradas, sanaciones y evidencias de la presencia de un dios que no cabe en mis palabras, ni en mis mejores palabras. 

«Las heridas profundas son grietas por donde entra la luz», leí una vez. No recuerdo un momento en mi vida tan terrible y luminoso a la vez. Una destrucción como de templo, donde toda una vida se pidió de rodillas, donde las verdades propias se desvanecen como cenizas al viento. Y el alma se nubla de rabia o se hincha de grandeza, según…

Aparecen ecos de lo más profundo, de lo visceral, y qué puede serlo más que un hijo. De la boca del mío salen frases inspiradas por el Alma de las almas mismas. Nos abrazamos y confiamos.

Anoche le hablaba de los mamoncillos y del vínculo que tienen para mí con mi padre. Él iba a tumbar los racimos de árboles inmensos y los traía para mi tremenda alegría. 

Papi siempre traía frutas, siempre traía lo mejor a casa; todo lo que tocaba era amor y bondad. También las frutas. Me puse a buscar en internet dónde y cómo comprar mamoncillos, pero ni modo. Renuncié.

Debo decir que en 26 años que llevo en Suiza, jamás he visto mamoncillos, ¡jamás! Ni en los mercados asiáticos, que es mucho decir.

Hoy pasé por el supermercado de los turcos, donde a veces tienen guayabas. Por un momento creí que alucinaba o que vivía en una línea temporal diferente: donde solían estar las guayabas, en la misma cesta enorme, había mamoncillos…

No están frescos; la corteza es más áspera y no de ese verde brillante que recordaba, pero, Dios mío, ¡mamoncillos! Jung estaría ahora mismo guiñándome un ojo y diciendo «sincronicidad», y Hermes Trismegisto aseguraría «ley de la atracción». Pero yo solo pienso: «Papi…».

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