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Por Datos Históricos
La Habana.- La fotografía, tomada en el Hospital Infantil Cheyne de Londres en 1928, muestra a un bebé con pequeñas gafas protectoras en brazos de una enfermera. El bebé está recibiendo fototerapia, un tratamiento que reflejaba la confianza ciega de la medicina de principios del siglo XX en el poder de la luz.
En aquel tiempo, cuando aún no existían los antibióticos, la helioterapia parecía una promesa salvadora. Se creía que los rayos ultravioleta podían combatir la tuberculosis cutánea, la anemia, el raquitismo e incluso los trastornos nerviosos. El médico danés Niels Ryberg Finsen había abierto el camino en 1903. Recibió el Premio Nobel de Medicina por sus estudios sobre la luz contra el lupus vulgar. Desde entonces, hospitales de toda Europa comenzaron a aplicar “baños de luz” tanto a adultos como a niños.
En salas especiales, las lámparas de cuarzo emitían rayos ultravioleta que envolvían los cuerpos. Las sesiones eran breves y cuidadosamente medidas. Sin embargo, no siempre eran sin consecuencias. Pronto se descubrió que un exceso podía causar quemaduras, empeorar infecciones o incluso aumentar el riesgo de cáncer de piel.
Junto a los beneficios reales, surgieron también teorías extravagantes. Algunos afirmaban que proyectar luces de colores en los ojos podía reequilibrar el sistema nervioso. Muchos médicos serios se mostraban escépticos, pero la fascinación popular por la “luz que cura” seguía creciendo.
Hoy sabemos que la fototerapia tiene aplicaciones útiles y seguras —por ejemplo, en el tratamiento de la ictericia neonatal o de ciertas afecciones dermatológicas—. Pero ya no se ve como una panacea. La imagen de aquel niño en 1928 es un testimonio de cómo la ciencia avanza entre aciertos y errores. Además, muestra cómo cada generación pone su fe en nuevas formas de sanar.