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La cabaña vivió días sangrientos al mando del Che Guevara, tras la toma por los barbudos en 1959.El cura de la foto es el capellán de la misma, el padre Javier Arzuaga, quien fue testigo de los últimos momentos de vida de muchos prisioneros ejecutados allí en 1959.
Arzuaga dejó testimonio de aquella etapa oscura en su libro ‘Cuba 1959: La galera de la muerte’, donde narra, desde una perspectiva profundamente humana, lo que vivió durante los primeros meses de la llamada revolución castrista.
A continuación, una de sus memorias más conmovedoras, relatada en una entrevista concedida al programa Magazine Cubano:
«José Castaño era un hombre culto, versátil, con inclinaciones hacia lo esotérico. Creía en la magia negra y la magia blanca, y tenía una conversación fascinante, aunque no profesaba la fe cristiana.
Desde que llegó a la galera de la muerte me dijo con respeto:
—Sé que aquí se reza, y no me opongo, pero le pido un favor: no se meta conmigo ni con mi fe, déjeme tranquilo.
Le llevé a un amigo mío, profesor de Filosofía, y pasaron toda una tarde conversando.
Cuando llegó su juicio, fue condenado a muerte. En la apelación, el Che Guevara ordenó que fuera fusilado esa misma noche. Al enterarme, iba a comunicarle la decisión cuando se me acercó Duque Estrada y me dijo:
—Padre, acompáñeme. Tenemos que ver a Fidel Castro para detener esta ejecución.
Nunca supe por qué. Un abogado me comentó que podría tratarse de un canje de prisioneros con Estados Unidos, cosa que nunca creí.
Fuimos a ver a Fidel, quien estaba dando uno de sus interminables discursos. Nos mantuvimos al margen hasta que en un intervalo nos acercamos. Al oír la petición, Castro respondió sin escuchar realmente:
—Está bien, está bien.
Regresé a La Cabaña y le dije a José Castaño:
—Fidel Castro ha dicho que sí. Al parecer, el dueño de la vida te regala un día más.
Pero cuando terminó el discurso, alrededor de las tres de la madrugada, vinieron a buscarme. Pregunté:
—¿Qué decidió el Che?
La respuesta fue clara:
—Dijo que lo fusilaran.
El Che había dispuesto que ningún fusilamiento se realizara sin mi presencia. Al parecer, corría el rumor de que yo los hipnotizaba, que los hacía morir tranquilos, lo cual no era cierto. Aquella noche, José Castaño estaba solo frente al paredón. A un lado, los del pelotón charlaban y fumaban. Me pregunté qué podía decirle a ese hombre al que le había dado esperanzas.
Me acerqué, y él me dijo:
—No se preocupe, Padre. Ya los conozco bien. ¿Es allí donde se fusila?
Le señalé el poste. Me respondió:
—Pues vamos allá.
Mientras nos despedíamos, recordé que me había pedido que no le hablara de fe, ni de Cristo, ni de Dios. Pero entonces me dijo algo que nunca olvidaré:
—Padre, quiero pedirle un favor. Usted sabe que no tengo fe, pero sé que voy a morir… y no sé qué hay del otro lado. ¿Podría prestarme su fe para morir?
Me quedé sin palabras. Rezamos un Padrenuestro, besó el crucifijo, me aparté… y con los ojos muy abiertos, fijos en Cristo, escuchó la voz de mando. Y cayó muerto.»