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Lo que los Castros ponen, los Castro lo quitan

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Por Luis Alberto Ramírez ()

En 2013, Raúl Castro sorprendía al mundo, y al propio pueblo cubano, anunciando que limitaría a dos mandatos la presidencia de la República y que solo podrían ocupar ese cargo los menores de 60 años.

Muchos, ingenuamente, vieron en ello una señal de apertura, de renovación, incluso de sentido común. Un gesto, quizás, de humildad y responsabilidad histórica. Una Cuba post-castrista, dijeron algunos, se empezaba a gestar. ¡Qué ilusionados estábamos!

Una década después, la misma generación que escribió esas reglas a lápiz, ha decidido borrarlas con el codo. Sin consultar al pueblo, sin referendo, sin el más mínimo respeto por la institucionalidad que tanto dicen defender, el poder en Cuba vuelve a demostrar que la Constitución no es más que papel sanitario de lujo: decorativo, prescindible y útil solo cuando conviene al aparato de control.

¿Por qué ahora? ¿Por qué eliminar el límite de edad presidencial justo cuando Miguel Díaz-Canel se acerca peligrosamente a ese umbral?

Aquí caben dos hipótesis. La primera es simple y, a la vez, perversa: Raúl Castro podría estar preparando el terreno para repetir la jugada de Vladímir Putin. Es decir, retirarse simbólicamente para que el delfín de turno mantenga la silla caliente, y luego volver ya sin límites ni barreras, como el salvador eterno de la patria, el viejo sabio, el indispensable. Canel sería el Medvédev cubano. Raúl, el eterno.

El verdadero poder es hereditario

La segunda opción es más inquietante todavía. Raúl no buscaría regresar en cuerpo, sino perpetuarse en espíritu. Garantizar que quien ocupe el poder después de Canel no sea un reformista, un tecnócrata, ni mucho menos un Gorbachov tropical que intente desmontar el sistema desde adentro.

La eliminación del límite de edad sería, entonces, un filtro político disfrazado de norma técnica. Un cerrojo que impide el ascenso de una generación joven, quizás más pragmática o simplemente menos temerosa de romper con los dogmas de la vieja guardia.

En ambos casos, el objetivo es el mismo: el poder no se cede, se recicla. La seguridad del clan, la impunidad de los que han gobernado sin freno durante más de seis décadas, no puede depender del azar generacional ni de un cambio legítimo de liderazgo. Es mejor asegurarse de que todo quede en familia, en los leales, en los de siempre.

¿Y el pueblo? Bien, gracias. Callado, resignado, atrapado entre la apatía y la desinformación. Un pueblo al que se le prometió renovación y se le entrega restauración. Aquel sueño de una Cuba con reglas claras y estables, donde los líderes se relevaran de forma pacífica y limitada, ha sido barrido una vez más por el huracán del poder absoluto.

Raúl pone y Raúl quita. Así ha sido siempre en el castrismo: el cambio es una ilusión, el control es eterno. La Constitución es un decorado; el verdadero poder, una herencia sagrada.

Y mientras tanto, el reloj biológico avanza. Para ellos también. Aunque no lo crean.

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