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Mucho antes de que el mundo hablara de estrés postraumático, ya existían pueblos que entendían el peso invisible que deja una guerra.
En algunas culturas africanas, cuando un guerrero regresaba del campo de batalla, no era recibido de inmediato por su comunidad. Primero debía pasar un tiempo —a menudo tres lunas— bajo el cuidado de un chamán. No era castigo ni aislamiento. Era sanación.
Se creía que el alma regresaba herida, desequilibrada por el caos. Y para que pudiera reintegrarse en armonía con la tierra y con los suyos, debía ser purificada.
Uno de los rituales más antiguos consistía en aplicar cuernos sobre la piel para extraer la «sangre estancada», una forma ancestral de ventosas, que los colonizadores llamarían más tarde “la ventosa africana”. No era solo medicina. Era símbolo. Una manera de liberar no solo toxinas, sino también el dolor mudo que deja la violencia.
Hoy llamamos a eso trauma. Ellos lo llamaban desequilibrio espiritual.
Y quizás, en medio de tanta modernidad, algo de esa sabiduría antigua nos haría bien recordar. (Tomado de Datos históricos)