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Por Luis Alberto Ramirez ()
Todo aquel político, intelectual o artista que se pelea con la izquierda, termina cayendo en un barranco del que pocos logran salir. Es un fenómeno tan constante como predecible. La maquinaria ideológica de la izquierda, y en especial su brazo más influyente en América Latina, el castrismo, tiene una habilidad magistral para destruir reputaciones, arruinar carreras y sepultar voces disidentes bajo toneladas de propaganda, difamación y aislamiento mediático.
El régimen de La Habana ha sido, desde hace más de seis décadas, una especie de némesis simbólica de la izquierda internacional. Su sola existencia actúa como un talismán ideológico para movimientos y partidos que, pese a los evidentes fracasos del socialismo, siguen soñando con la utopía comunista. Cuba se convirtió en el mito viviente del “paraíso obrero” que nunca existió, pero cuya idea sigue siendo capaz de movilizar multitudes en nombre de la solidaridad, el internacionalismo y la justicia social.
Detrás de esas palabras altisonantes se esconde una realidad mucho más oscura: la manipulación emocional y política de pueblos enteros. La retórica cubana, plagada de consignas y romanticismo revolucionario, ha logrado lo que pocos regímenes totalitarios han conseguido: convencer a la izquierda global de que su fracaso es culpa de los demás. Han sido tan efectivos en el arte de mentir, que incluso hoy, frente a la ruina económica, el éxodo masivo y la represión cotidiana en la Isla, muchos intelectuales y políticos siguen creyendo que “el socialismo verdadero” aún no ha sido probado.
En América Latina, ninguna presidencia democrática ha querido desafiar abiertamente al castrismo mientras ha estado en el poder. Todos, de una forma u otra, le han temido. Y con razón. La historia reciente demuestra que enfrentarse a Cuba equivale a abrir un agujero negro político.
Fidel Castro, con su carisma venenoso y su red de influencia ideológica, fue capaz de desestabilizar gobiernos enteros. Bastaba una consigna, una declaración o el llamado a “la solidaridad internacional” para que sus tropas mediáticas y sus aliados se movilizaran, desatando campañas de desprestigio o incluso crisis políticas dentro de los países que osaran desafiarlo.
Uno de los casos más emblemáticos fue el del expresidente salvadoreño Francisco Flores, quien, en una Cumbre de las Américas, tuvo la osadía de decirle la verdad a Fidel Castro: que su revolución no era más que un fracaso sostenido por la represión.
Poco tiempo después, Flores terminó siendo víctima de una cacería política que culminó con su muerte en prisión, tras una cadena de acusaciones y persecuciones que muchos consideraron una venganza orquestada por el aparato internacional de la izquierda. Fue advertido de que no se metiera con Castro. Lo hizo, y pagó el precio.
Las tropas ideológicas de la izquierda son, en efecto, internacionales y solidarias… pero solo entre ellas. Su verdadera causa no es la justicia social, sino la destrucción sistemática de toda forma de democracia que no se subordine a sus dogmas. Cuando alguien, ya sea un político, un artista o un pensador, se atreve a cuestionar el mito revolucionario, la reacción es inmediata: linchamiento mediático, cancelación profesional y marginación pública.
Y así, una tras otra, las democracias latinoamericanas han aprendido a callar. Porque criticar al castrismo equivale a tirarse como un carnero en un barranco, sabiendo que el fondo está lleno de los restos de quienes lo intentaron antes.
El silencio, en la política latinoamericana, se ha convertido en una forma de supervivencia. Pero también en la prueba más clara de que el poder del castrismo, aunque su economía se desmorone, sigue intacto en el terreno más peligroso de todos: el de las conciencias.
Rodrigo Paz, parece no pensar en ello y ha tirado los toros al ruedo, pero le recuerdo que Bolivia tiene uno de los nidos de serpientes mas agresivos del castrismo, le recomiendo extirparlo, de lo contrario le van a joder la presidencia.