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Mientras el mundo enterraba o quemaba a sus muertos, los fieles del zoroastrismo miraban al cielo. Para ellos, la tierra, el agua, el fuego y el aire eran sagrados. Intocables. Contaminarlos con un cadáver era un sacrilegio.
¿La solución? No enterrar. No incinerar. Exponer.
Así nacieron las torres del silencio. Estructuras circulares, elevadas, austeras… donde los muertos eran ofrecidos al sol y a los buitres.
El círculo exterior para los hombres. El intermedio para las mujeres. Para los niños, el central.
En menos de media hora, los buitres hacían lo suyo. Después, el sol blanqueaba los huesos. Era un rito de purificación.
Lo que quedaba —limpio, seco, sagrado— era depositado en un osario o un pozo central. Allí, los huesos se desintegraban poco a poco… hasta volverse polvo.
Hoy, solo quedan torres del silencio en India e Irán. En este último país, su uso fue prohibido en los años 70.
En India, especialmente en Bombay, los parsis aún las conservan. Pero enfrentan un enemigo moderno: la desaparición de los buitres. Sin ellos, la tradición se desmorona.
Por eso, algunas comunidades han comenzado a criar buitres en aviarios cercanos. No por nostalgia. Sino por algo más profundo: el respeto por una forma antigua de despedirnos del mundo sin herirlo.
Porque para el zoroastrismo, hasta en la muerte… hay que ser puro.