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Por Javier Pérez Capdevila ()
Guantánamo.- Las remesas constituyen en Cuba el termómetro de un sistema febril que mide el éxodo de los hijos y la nostalgia que finacia a los que quedan.
A partir de la frase en la imagen, analizó con la agudeza posible dos fenómenos críticos: la migración masiva de jóvenes y profesionales, y la dependencia económica de divisas externas como sostén de una estructura nacional debilitada.
El valor de la frase radica en exponer la paradoja de un estilo de gobierno que, mientras promueve discursos de soberanía y resistencia, subsiste gracias a un flujo monetario vinculado al desarraigo de su población.
Esta «metáfora» no sólo describe una realidad económica, sino que interpela la sostenibilidad ética y política de un modelo que externaliza su supervivencia.
Utilizo el término “termómetro” para sugerir que las remesas no son meros ingresos, sino un indicador de la salud del sistema socioeconómico cubano.
La “fiebre” alude a un estado crónico de desequilibrio: una economía que, incapaz de generar riqueza endógena, depende de capitales externos para paliar su fragilidad.
Este diagnóstico señala que la migración juvenil y calificada, el «éxodo de los hijos» no es un fenómeno aislado, sino un síntoma de estructuras productivas ineficaces y de la falta de oportunidades para retener talento.
Según datos «extraoficiales» y estudios independientes, Cuba recibe más de $3,000 millones anuales en remesas, cifra que supera los ingresos por turismo o exportaciones.
Esta dependencia refleja un círculo vicioso, entre que la emigración alivia presiones sociales (desempleo, bajos salarios) mediante divisas, pero simultáneamente agrava la fuga de capital humano necesario para modernizar el país.
Considero que las remesas están teñidas de nostalgia, porque percibo un sentimiento que monetiza el vínculo emocional de la diáspora con su tierra.
Sin embargo, esta dinámica perpetúa un modelo extractivo, donde el Estado cubano se beneficia de impuestos y tasas sobre las remesas (vía empresas estatales como lo ha sido Fincimex), mientras evita reformas profundas que podrían generar empleos dignos o atraer inversiones.
Así, se prioriza la estabilidad a corto plazo sobre la transformación estructural, consolidando una economía de subsistencia y no de desarrollo.
La centralización del acceso a divisas (a través de tiendas en MLC, y ahora con las dolarizadas) crea una segmentación social.
A partir de ahí, quienes reciben remesas acceden a bienes básicos y algunos a lujos, mientras quienes dependen de salarios en pesos cubanos (equivalente a unos entre 10-20 dólares mensuales aproximadamente) enfrentan pobreza extrema al tener que vivir con menos de un dólar diario.
Esto erosiona el discurso oficial de igualdad y genera resentimiento en sectores o grupos no conectados a la diáspora.
El “éxodo de los hijos” no es solo una pérdida demográfica, sino una fuga de potencial innovador.
Médicos, ingenieros, académicos, deportistas y artistas entre otros, emigran ante la imposibilidad de materializar sus aspiraciones en un mercado laboral rígido, con salarios simbólicos y escasa autonomía profesional.
Este fenómeno debilita instituciones clave (ej. salud y educación) y desincentiva a las nuevas generaciones, que crecen viendo la emigración como única vía para alcanzar movilidad social.
Los programa de cooperación médica o educativa internacional, a mi juicio la principal fuente de ingresos del país, ha perdido atractivo (sin dejar de verlo como una necesidad personal) para profesionales debido a condiciones laborales precarias y controles estatales.
Incluso muchos deciden desertar durante misiones en el exterior, agravando la crisis interna del sector.
Para transformar este ciclo perverso, se requieren políticas audaces queo conviertan la diáspora en aliada estratégica, facilitando inversiones directas de emigrados en sectores productivos (agricultura, tecnología, etc.), ofreciendo garantías jurídicas y beneficios fiscales.
También se podría retener talento mediante oportunidades reales, reformando el sistema salarial, vinculando ingresos a competencias demostradas y productividad, permitiendo que profesionales gestionen empresas o proyectos con autonomía.
Un tercer ejemplo es que se logre diversificar la economía, reduciendo trabas al emprendimiento privado, promoviendo cooperativas competitivas y atraer capital extranjero sin condicionamientos ideológicos excluyentes.
Lograr transparencia en el uso de remesas captadas por el Estado, así como el dinero que recibe por el pago de médicos y profesores vinculados a los programas que ya mencioné, sería el cuarto ejemplo.
Y claro, canalizar estos fondos hacia infraestructura y programas de desarrollo local, y evitando su absorción por monopolios estatales ineficientes.
Finalmente, aunque sé que la frase y su explicación encierran una verdad incómoda, en Cuba se ha convertido la nostalgia y otros sentimientos en un recurso económico, un modelo insostenible ética y materialmente.
Las remesas son un paliativo, no una solución; su existencia evidencia la urgencia de revolucionar un sistema que «expulsa» a sus jóvenes y claudica ante su propia incapacidad para generar prosperidad compartida.
El desafío está en transformar la fuga de cerebros en un retorno de esperanzas, sustituyendo la economía del desarraigo por una de oportunidades.
Sólo así el «termómetro» dejará de marcar «fiebre» para medir, en cambio, la recuperación de un proyecto nacional inclusivo y viable.
(Los puntos de vista del autor no tienen que coincidir con los de El Vigía de Cuba)