
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Yoandy Izquierdo Toledo (Centroconvergencia. org)
Pinar del Río.- El hombre nuevo que pretendía formar la revolución de los humildes ha devenido en una persona dañada. Ha crecido en una cultura del sálvese quien pueda. Los comportamientos a los que desde pequeños hemos sido incitados, o aquellos premiados desde la escuela, distan mucho de la formación de una persona que, a la vez que cultiva los modales y las buenas costumbres, vive al servicio de los demás.
Hoy me gustaría conversar sobre una deformación, por llamarle de algún modo, a la que todos hemos sido expuestos. A esta la llamo: “las cuotas mínimas de poder” o “los bloqueadores natos”.
Es casi seguro que usted y todos nosotros, desgraciadamente, hemos estado expuestos a este tipo de comportamientos. Se hace muy difícil vivir en Cuba y no sufrir, además de la burocracia, ese trato que viene del pedacito que defiende con ahínco el portero, el recepcionista, la oficinista o cualquier funcionario. Pareciera que, como dice una amiga: ahí están para hacerlo todo más difícil. ¿Quién dijo que tenía que ser fácil?
La deformación que significa explotar o exacerbar estas pequeñas cuotas de poder limita el diálogo, lesiona la convivencia y corrompe el clima de fraternidad.
Y este fenómeno que los ciudadanos de a pie notamos, constatamos, sufrimos y ante el cual muchas veces protestamos, tiene nombre en la academia. No es una mera impresión del cubano hastiado de todo, o una valoración subjetiva de un comportamiento que no nos gusta en lo particular.
Algunos estudiosos de las ciencias sociales le han llamado “microautoritarismos o autoritarismos a pequeña escala”. Otros le nombran “pequeños despotismos cotidianos”.
En cualquiera de los casos, es un fenómeno distorsionador de las relaciones humanas. Puede estar provocado por el uso consciente o inconsciente (confieso que este casi es más difícil de entender que exista) de esas pequeñas cuotas de poder que cada persona posee de acuerdo a su rol social. También puede deberse a la posición que ocupa en la sociedad o a el o los recursos que estén bajo su control. En todos los casos, por muy ínfimas que sean esas cuotas, al ejercerlas provocan:
El bloqueo del acceso a la información, a la toma de decisiones, a la resolución de conflictos, al debate público. Es muy conocida la expresión de “bloqueo interno”. Es otra manera de llamar esta consecuencia, derivada de las trabas que pone el sistema. Y que, a su vez, pone la persona dañada por el sistema a su coterráneo, al que está por debajo en la pirámide social o al que necesita de un servicio en específico.
La limitación del diálogo auténtico, en igualdad de condiciones, sin encaramamientos ni sospechas previas. Al sentirse dueño de una dosis de poder, quien lo posee marca la diferencia: hasta aquí puedes llegar, ahora actúo y decido yo. Esto yo lo elevo a las instancias pertinentes; usted no está facultado para… Y una serie de justificaciones y modos de decir lo mismo, lo que ya sabemos, que esas actitudes son infranqueables.
La erosión del clima social y la generación de ambientes poco fraternos. Quizá pueda parecer intangible y relegado para muchos el plano de lo espiritual. Además, el efecto lacerante de estos comportamientos hacia el interior de la persona humana. Con ese ejercicio de los micropoderes se refuerza la distancia en lugar de acercar, de tender puentes. Y se prioriza la competencia en lugar de la colaboración.
Este fenómeno, del que no escapan la familia, la escuela, la Iglesia, la sociedad civil y el Estado puede encontrar solución desde la escala personal hasta la escala social. A cada uno corresponde ejercitar la conciencia. También establecer autocontrol sobre las decisiones o recursos que nos han sido conferidos, o simplemente en las relaciones interpersonales a diario.
Cabe preguntarse en estos casos si hacemos valer nuestro carisma o realizamos nuestra función para servir o para controlar. También para facilitar o para poner más trabas. Todo ello parte de la humildad y la empatía que nos hace ser dóciles, sencillos de corazón y compasivos, poniéndonos en el lugar del otro. El otro que recibe el maltrato o la decisión consumada e irrevocable.
Para las instituciones y el Estado, vale recordar que el poder es transitorio, aunque en Cuba suene solamente a teoría. La autoridad verdadera no es esa que se ejerce desde el desvencijado buró que te recibe en una oficina de trámites. Tampoco desde la cúpula de poder con mecanismos más inaccesibles. La autoridad verdadera está basada en el ejemplo y la coherencia, en aquello de que los primeros serán los últimos, de verdad.
La comunicación transparente, reduciendo al máximo los intermediarios, respetando la horizontalidad, genera confianza y permite establecer una comunicación efectiva. La descentralización del poder permite el surgimiento de propuestas sin temor a represalias. La retroalimentación mutua, incluso desde abajo y hacia los que tienen la autoridad, puede ser otro mecanismo de defensa ante el uso y abuso de los micropoderes.
Cada una de las actitudes anteriores sirve de antídoto para el fenómeno en cuestión. Todas ellas requieren una formación ética y cívica continua, unas normas claras y transparentes y un conocimiento de los derechos inalienables que posee cada persona.
Cuando nos encontremos en la cotidianidad con esos “bloqueadores” del camino, ejerzamos nuestras pequeñas cuotas de poder ciudadano. Esas que a veces perdemos por miedo, porque no nos han enseñado a cultivar la vocación de servicio, o porque no fuimos entrenados en la corresponsabilidad que nos hace mejores personas y que contribuye a la convivencia pacífica y civilizada.
Nuestra Cuba, nuestra Iglesia y nuestras familias necesitan más personas al servicio del prójimo, al servicio del bien común. Ya lo decía la Madre Teresa de Calcuta: “El que no vive para servir, no sirve para vivir”.