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Por Max Astudillo ()
La Habana.- En Cuba, la muerte no es ese trámite burocrático y aséptico que conocen en otros países. Aquí tiene sabor a óxido, a caña brava y a motor de los años treinta que aún ruge, o intenta rugir, como un animal prehistórico en medio del asfalto derretido.
Morir atropellado no es algo moderno; no te lleva un SUV ni un coche eléctrico silencioso. Te lo lleva un Ford o un Chevrolet de 1938, un almendrón que es más chatarra que vehículo, un proyecto de museo que milagrosamente se mueve y que, en su estruendosa despedida, te convierte a ti en la pieza principal de un accidente de tránsito que parece sacado de una película en blanco y negro.
Es la anacrónica elegancia de un final que llegó con cuarenta años de retraso.
Pero lo verdaderamente genial, lo que solo puede pasar aquí, es morir en un accidente de tránsito en un país donde casi no hay tránsito. Donde las carreteras son desiertos de asfalto agrietado que esperan la llegada de un coche como quien espera la lluvia en el Sáhara.
Es el puro azar, la lotería macabra: estar en el lugar exacto en el minuto exacto en que pasa uno de esos pocos fantasmas de metal. Es como ser alcanzado por un meteorito. La probabilidad es tan ínfima que cuando ocurre, los vecinos no hablan de una muerte, hablan de un milagro, pero al revés.
Luego está la arquitectura que se rebela. Los balcones de La Habana son tan bellos como traicioneros. Pedazos de historia colgando de un hilo de cemento y voluntad. No hace falta un terremoto, ni siquiera una vibración fuerte.
Basta un día especialmente húmedo, o el peso de tres personas riendo, o simplemente el cansancio acumulado de dos siglos. El edificio se rinde. Y no es un derrumbe épico, es un suspiro final, un colapso íntimo. La muerte llega desde arriba, con elegancia colonial y un polvo que huele a salitre y decadencia.
Y si no es el cemento, es el acero. El machete no es un arma, es una herramienta. Es lo que usó tu abuelo para cortar la caña y lo que usas tú para abrirte paso en el monte. Está en todas las casas, viejo, oxidado, con el filo dormido. Pero a veces despierta.
Una discusión en una calle sin luz, un arrebato de calor y celos, y el machete deja de ser un recuerdo para convertirse en noticia. No es un crimen con un cuchillo de cocina nuevo y brillante; es un ajuste de cuentas con la historia, un final degollado por la herrumbre de la memoria.
Después están las muertes que no hacen ruido. Las que ocurren entre rejas, pero no por un crimen violento, sino por el delito de existir en el lugar equivocado. El hambre en la cárcel es un proceso lento, administrativo.
No hay golpes ni gritos; sólo una ración que se reduce, un plato de arroz que parece más un espejismo, un cuerpo que se va apagando porque el sistema decidió, sin prisa pero sin pausa, que ese hombre ya no era necesario. Es una extinción silenciosa y autorizada.
Y la más común, la más cubana de todas: la que llega en casa. No por enfermedad, sino por inanición. El salario que no alcanza, la jubilación que es un chiste cruel, la libreta que ya no libra nada. Es la muerte por decimales, por los centavos que faltaron para el pollo o los medicamentos.
Es un colapso silencioso en una butaca, viendo cómo el mundo pasa por una ventana sin cristales. No hay bala, ni machete, ni balcón asesino. Sólo la lenta y terrible matemática de lo que no llega.