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En el siglo XV, en una humilde aldea cerca de Nüremberg, Alemania, vivía una familia con muchos hijos. El padre, agotado por la pobreza, trabajaba hasta 18 horas al día en las minas de carbón para poner pan sobre la mesa.
Dos de sus hijos compartían un sueño: querían ser artistas. Pero sabían que su familia jamás podría pagar la educación de ambos. Así que, una noche, lanzaron una moneda al aire. El ganador estudiaría en la Academia de Arte; el otro trabajaría en las minas para costear los estudios de su hermano. Después, cambiarían los papeles.
La suerte sonrió a Albrecht Dürer. Se fue a Nüremberg a estudiar pintura. Su talento fue inmediato. Sus grabados, óleos y dibujos pronto superaron incluso a los de sus maestros.
Mientras tanto, su hermano, Albert, cumplió su parte del trato. Durante años trabajó en condiciones extremas, hasta que sus manos quedaron deformadas por la dureza del trabajo minero.
Cuando Albrecht regresó convertido en un artista reconocido, su familia organizó una cena en su honor. Allí, propuso un brindis por su hermano, y le anunció que ahora le tocaba a él cumplir su sueño: estudiar en la academia.
Pero Albert bajó la cabeza y respondió:
“No, hermano… es tarde para mí. Cada hueso de mis dedos se ha roto al menos una vez. La artritis en mi mano derecha me impide siquiera sostener una copa… mucho menos un pincel.”
Albrecht, conmovido hasta las lágrimas, tomó esas manos desgastadas, y tiempo después las dibujó.
Ese dibujo no fue un simple estudio anatómico. Fue un homenaje silencioso al sacrificio.
A esa obra la tituló simplemente: “Manos”. Pero el mundo entero la conocería desde entonces como “Las manos que oran”. (Tomado de Datos Históricos )