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Entre los años 50 y principios de los 60, un perro mestizo llamado Lampo apareció una mañana en la estación de tren de Campiglia Marittima, en Italia.
Nadie sabía de dónde venía, pero desde ese día jamás se fue.
Era inteligente, libre y tenía un don: comprendía los trenes como si hubiera nacido entre ellos.
Los ferroviarios lo adoptaron, especialmente el jefe de estación Elvio Barlettani, quien le dio un hogar.
Lampo memorizó los horarios, reconocía los destinos y subía solo a los trenes de pasajeros, nunca a los de carga.
Cada día realizaba viajes distintos, a veces acompañando a los niños de Barlettani hasta la escuela y regresando justo a tiempo para la llegada de su tren.
Algunos, sin embargo, no veían con buenos ojos al perro viajero.
Dos veces intentaron deshacerse de él, enviándolo lejos en trenes de mercancías —primero a Nápoles, luego a Apulia—.
Pero Lampo tenía algo que pocos humanos poseen: un instinto infalible para regresar a casa.
Días después, aparecía nuevamente en la estación, con la lengua fuera y la mirada serena, como si nada hubiera pasado.
Con el tiempo, se convirtió en una leyenda ferroviaria.
Ladraba para señalar salidas, esperaba con paciencia los retrasos y saludaba a los pasajeros como si fuera un empleado más.
El 22 de julio de 1961, un tren de carga fuera de horario terminó con su vida, justo en las mismas vías que tanto había recorrido.
Su historia trascendió fronteras. Los vecinos hicieron una colecta y levantaron una estatua en su honor, que aún puede verse hoy en la estación.
Elvio Barlettani escribió un libro para inmortalizarlo: Lampo, el perro viajero.
Y así, entre rieles y silbatos, vive la memoria de un perro que entendía mejor que nadie el significado de volver a casa. (Tomado de Datos Históricos)