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Luis Alberto Ramirez ()
La historia reciente ha demostrado una de las grandes paradojas del comunismo: regímenes autoritarios, represivos y violadores de derechos humanos como China y Vietnam han encontrado la forma de insertarse en la economía global y, al mismo tiempo, mantener intacto su monopolio político.
Estos países han abrazado al capitalismo como herramienta económica, mientras preservan el comunismo como dogma político. El resultado ha sido un crecimiento económico formidable que los ha colocado en la misma mesa de negociación que las democracias más desarrolladas del planeta.
El capitalismo global, movido por la lógica del lucro, ha sido cómplice indispensable en esta ecuación. A los inversionistas extranjeros no les importa que el obrero vietnamita carezca de derechos sindicales o que el ciudadano chino viva bajo censura permanente: lo único que interesa es la baja del costo laboral, la estabilidad que garantiza un Estado autoritario y el acceso a enormes mercados consumidores.
Lenin lo había predicho con ironía y lucidez: “Los capitalistas nos venderán la soga con la que los ahorcaremos”. Y no estaba equivocado; el capital internacional ha sostenido y fortalecido a estas dictaduras, siempre que resulten rentables.
La pregunta inevitable es: si China y Vietnam han demostrado que es posible mantener un sistema político comunista a la vez que se integran a la economía capitalista mundial, ¿por qué Cuba no sigue ese camino?
A diferencia de Pekín y Hanói, la élite cubana ha preferido preservar la pureza del discurso revolucionario, incluso a costa del empobrecimiento del país. Ceder al capitalismo, aunque sea en lo económico, implicaría reconocer el fracaso del modelo castrista. Esa admisión sería vista como una traición a la narrativa de Fidel Castro, convertida en religión de Estado.
Los líderes cubanos temen que la apertura económica traiga consigo inevitablemente apertura social y cultural. Saben que el pueblo, acostumbrado a décadas de privaciones, exigiría más libertades y cuestionaría el monopolio del Partido Comunista. Por eso, a diferencia de China, donde el poder se legitimó con crecimiento, en Cuba se apuesta a la represión y al inmovilismo.
Cuba carece del tamaño poblacional y del potencial de consumo de China o Vietnam. La isla no ofrece una base de mano de obra masiva ni un mercado interno gigantesco. Esto limita el interés de los capitalistas extranjeros y reduce el margen de maniobra del régimen.
La cercanía con Estados Unidos y la influencia de la diáspora cubana en el exilio han generado una dinámica distinta. Cuba se ha convertido en símbolo ideológico en el tablero geopolítico, y sus gobernantes prefieren ese rol de resistencia antes que la “sumisión” al modelo occidental.
La contradicción cubana radica en que mientras China y Vietnam se sirvieron del capitalismo para fortalecer su comunismo, Cuba se aferra al dogma y a la miseria como herramientas de control. La élite en La Habana teme más a la prosperidad que al hambre, porque sabe que el bienestar económico traería consigo demandas de libertad que pondrían fin al régimen.
La lección es clara: donde el capital solo ve ganancias, el poder político en Cuba solo ve riesgos. Y entre el dinero y el control, el castrismo siempre ha elegido el control.