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Por Hiram Caballero ()
Así describió la historia a Alexandre Dumas, un titán de carne y hueso, nacido de un marqués francés arruinado y una esclava africana de espíritu indomable.
Su padre, un general temido por los mismos prusianos, fue conocido como el «diablo negro» y el «ángel de la muerte». A los tres años, Dumas hijo ya gritaba que mataría a Dios por haberle quitado a su padre.
Con apenas 20 años, llegó a París sin un franco en el bolsillo, pero con conejos y perdices cazadas como única moneda. A fuerza de palabras, pasiones y locuras, se volvió uno de los escritores más prolíficos de todos los tiempos: 647 obras, 500 amantes, una vida que parecía una novela de capa y espada.
Vivió amando y comiendo con igual intensidad. Escribía mientras se vestía, dictaba en la carroza, mientras recibía visitas, y a veces incluso mientras dormía. Fundó la primera “fábrica de novelas” y no se avergonzaba de usar colaboradores. Fue un genio que convirtió la literatura en espectáculo, y su vida en mito.
Sus romances escandalizaron, su cocina maravilló, su voz llenó teatros y calles. Se enamoró del pueblo judío con tal fervor que defendió su derecho a una patria cuando aún nadie lo hacía. Se casó con una mujer judía y escribió cartas que aún resuenan con fuerza moral y espiritual.
Cuando murió, su hijo —también escritor, aunque más melancólico— le dedicó cada día un saludo:
«Bonjour, papa», le decía a la estatua.
Porque no se puede odiar al viento que te empuja al vuelo, aunque a veces te arrastre.