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Por Luis Alberto Ramirez ()
El caso del cubano que secuestró un avión en 2003 desde la Isla de Pinos, y que tras 18 años de cumplir condena por piratería aérea en Estados Unidos ahora enfrenta una posible deportación a Cuba, no es simplemente un asunto legal o migratorio. Es una tragedia humana cargada de implicaciones políticas, históricas y morales. Estamos ante un episodio que ilustra la crudeza de los hechos, pero, sobre todo, la voracidad del castrismo cuando tiene la oportunidad de vengarse.
Este hombre, cuya acción fue extrema y puso en riesgo vidas, algo que no debe romantizarse, tomó una decisión desesperada en un contexto igualmente desesperado. Cuba no es un país normal. No hay canales para escapar de la miseria sin exponerse al mar, a los tiburones, o a la represión. Él eligió una vía condenable, sí, pero también reveladora del nivel de opresión al que muchos han estado sometidos.
Tras aterrizar en Florida sin causar víctimas y entregarse voluntariamente, fue procesado con todo el peso de la ley estadounidense. Pagó 18 años en una prisión federal. Cualquier concepto básico de justicia indicaría que ha saldado su deuda con la sociedad.
Pero ahora, ICE (la agencia de Inmigración y Control de Aduanas) pretende devolverlo a la isla de la cual escapó como si nada hubiera pasado. ¿Y qué puede esperarle en Cuba? Nada menos que una revancha política. Aunque hayan pasado más de 20 años, el régimen no olvida. Fidel Castro en su momento presionó por su extradición, y si no lo logró fue porque Estados Unidos sabía lo que podía pasar: la muerte inmediata, sin juicio justo. No era paranoia, era historia reciente, como lo demuestra el caso de los jóvenes que secuestraron la lancha de Regla, fusilados en 72 horas.
Si este hombre pisa suelo cubano, se convertirá en un espectáculo mediático, en una ficha de propaganda. Lo usarán como trofeo para demostrar que el largo brazo del castrismo aún puede alcanzar a quienes lo desafiaron. No sería sorprendente que lo exhiban en un tribunal lleno de cámaras, lo obliguen a «arrepentirse», y lo condenen nuevamente. O peor: que desaparezca en las cárceles de máxima seguridad sin que se sepa más de él.
La deportación a Cuba de este individuo no es solo una afrenta a la justicia, es una entrega ritual a los verdugos de su pasado. Es echar a un hombre a los leones, sabiendo exactamente lo que esos leones harán. Y lo más cínico es que se hará en nombre de la ley y del orden migratorio.
Estados Unidos debería recordar que no se puede confiar en regímenes totalitarios para garantizar la seguridad de nadie, mucho menos de quienes los enfrentaron. Este caso no debe ser manejado con el frío automatismo burocrático de una deportación más. Es una cuestión de principios, de derechos humanos, y de decencia moral. Lo contrario sería convertirlo en el protagonista de un circo nacional… con jaula garantizada.