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Por Max Astudillo ()

La Habana.- Lo primero que racionaron fue la verdad. Después, todo lo demás. La carne de res desapareció de las mesas cubanas hace décadas, como desaparecen las cosas que dejan de ser un derecho para convertirse en un recuerdo. Luego fue la tierra, que ya no era de quien la trabajaba sino de quien decidía quién podía trabajarla.

Las libertades se fueron yendo una a una, como pasajeros de un tren que nunca llega, hasta que el andén quedó vacío. Y en ese vacío empezó a crecer el miedo. Un miedo antiguo, de puertas que no se cierran del todo y de conversaciones que se apagan cuando alguien se acerca.

Después vinieron los racionamientos que llevan papel y firma. La libreta de abastecimiento, ese invento cruel que convirtió la escasez en política de Estado. Primero fue la carne, luego el pollo, después el huevo, más tarde el arroz, los frijoles, el aceite, el jabón, la pasta de dientes.

La medicina se fue por el desagüe de los hospitales vacíos, y con ella la esperanza de curarse. El país se acostumbró a vivir con lo justo, que nunca era justo, y luego con menos de lo justo. La gente aprendió a medir la vida en gramos, en mililitros, en horas sin electricidad, en días sin agua. Sin salario. O con un salario que no daba ni para tres días.

El agua… no hay ni agua

Ahora le toca al agua. En La Habana, en Santiago, en Camagüey, hay millones de personas que llevan días, a veces semanas, sin que salga una gota de sus grifos. Gente que almacena el agua de la lluvia, que hace cola durante horas para llenar una garrafa, que se baña con lo que sobra del día anterior.

El régimen, que durante años ha racionado todo menos su poder, ahora raciona hasta la sed. Y mientras tanto, las calles están extrañamente silenciosas. No es la calma de la resignación, sino el silencio espeso del miedo. El miedo a que te detengan por protestar, a que te golpeen por quejarte, a que te encarcelen por pensar.

El castrismo ha creado la sociedad del racionamiento integral. No solo de bienes materiales, sino de sueños, de futuro, de dignidad. Han racionado el internet, cortándolo cuando les conviene, vigilándolo siempre. Han racionado la corriente eléctrica, sumiendo en la oscuridad a ciudades enteras. Han racionado las medicinas, condenando a los enfermos a una lenta agonía. Y sobre todo, han racionado la libertad, con una precisión de relojero suizo, gota a gota, hasta dejar el país seco por dentro.

Han racionado hasta la esperanza

Hay quien dice que Cuba es un país que vive de espaldas al mar, aunque lo tenga por todos lados. Un archipiélago de islas dentro de una isla, donde cada casa es un territorio sitiado por la escasez y el silencio.

La gente habla en voz baja, como si las paredes tuvieran oídos. Y quizá los tengan. El miedo ha echado raíces profundas, tan profundas como los tubos rotos por donde ya no corre el agua. La gente tiene miedo de manifestarse, sí, pero sobre todo tiene miedo de que mañana no haya agua para beber, o para bajar el retrete, o para lavar la ropa de los niños.

Al final, el castrismo ha conseguido lo que quizá se propuso desde el principio: racionar hasta la esperanza. Han medido con cuidado cada ración de futuro, cada porción de dignidad, cada migaja de libertad. Pero hay algo que no han podido racionar: la memoria del agua corriendo libremente, la memoria de la luz encendida sin miedo, la memoria de un tiempo en el que la gente no tenía que pedir permiso para vivir. Esa memoria, aunque esté racionada, sigue ahí. Esperando.

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