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La serenidad de 2.400 años

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Tenía los ojos cerrados, el rostro sereno, la barba recién crecida. Podría parecer que duerme, pero lleva 2.400 años dormido.

Fue hallado en 1950, en una turbera de Bjældskovdal, Dinamarca. Allí, bajo capas de musgo y barro, la naturaleza lo envolvió en un manto de ácido y oscuridad. El aire nunca lo tocó. Y así, el tiempo se detuvo.

Hoy lo conocemos como el Hombre de Tollund, víctima de un sacrificio humano de la Edad de Hierro.
Su cuerpo se conservó con una perfección que desafía a la muerte: la piel intacta, las pestañas aún visibles, las arrugas que surcan su frente. Incluso los científicos lograron obtener sus huellas dactilares y reconstruir su última comida: una papilla de cebada, lino y semillas silvestres.

Murió con una cuerda de cuero alrededor del cuello, probablemente colgado como ofrenda a los dioses de la fertilidad o de la cosecha. No luchó. Su expresión no refleja terror, sino una paz inexplicable, como si aceptara su destino.

Y allí permaneció, sumergido en silencio, mientras imperios surgían y caían, mientras el mundo olvidaba su nombre. Hasta que un día, el pantano lo devolvió a la luz.

Hoy, el rostro del Hombre de Tollund se exhibe en un museo danés, mirando a quienes lo observan con una serenidad que desarma.

Su muerte fue un rito. Su cuerpo, un mensaje. Y su preservación, un milagro. Porque hay vidas que el tiempo borra, y otras que el tiempo decide recordar al detalle.

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