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Por Max Astudillo ()

La Habana.- En Cuba, donde la cirugía estética para el común de los mortales es un sueño tan inalcanzable como un coche nuevo o una nevera que no haga ese ruido de tractor averiado, hay quien parece haberse operado con un milagro. O con un cirujano plástico extranjero que debe cobrar en divisas, que para el caso es lo mismo.

Lis Cuesta, la esposa de eso que no es un presidente y por tanto ella no es primera dama –una negación burocrática tan fina como el hilo de un lifting–, se ha ido puliendo y estirando con la dedicación con la que otros esperan en la cola del pan. Mientras el país se cae a pedazos como un almendrón sin motor, ella ha decidido que su chasis, al menos, va a relucir.

Dicen que el cuerpo es un templo, y el de Lis debe ser la Catedral de La Habana. Esbelto, renovado, impecable. O casi Un milagro de la ingeniería en una isla donde los andamios son para que no se caigan las fachadas, no para levantar glúteos.

Cada curva suya es un recordatorio de que los dólares, cuando quieren y para quien puede, sí fluyen. Es la economía planificada de la belleza: el plan es para ella, la economía para unos pocos, y el mercado negro de colágeno y ácido hialurónico es, al parecer, más eficiente que el de la leche en polvo.

De Holguín a La Habana, gran diferencia

Y la dentadura. ¡Coño, la dentadura! En una nación donde conseguir una pasta dental decente puede requerir una gestión heroica comparable a la de los mambises, ver esa sonrisa fría, medio perfecta, alineada, blanqueada hasta la enceguecedora luminosidad de un anuncio de Miami, es como ver un unicornio paseando por el Malecón.

No olvidemos la que trajo de Holguín. Hace unos años. Mientras las abuelas recogen tapas de botellas para canjear por una aspirina que nunca llega, ella luce una dentadura que parece decir: «Aquí no hay crisis que valga, solo sonrisas de exportación».

El rostro, por supuesto, también ha sido objeto de una reformulación tan intensa como la de la Constitución. Donde antes quizás había alguna arruga del tiempo o del desgaste de vivir en el trópico, ahora hay una tersura inquietante, una juventud prestada que desafía no solo a la biología, sino también a la lógica económica.

Es el milagro de los dólares convertidos en Botox, de la influencia transformada en pómulos altos y mandíbula redefinida. Una lección de que el socialismo del siglo XXI puede, con suficiente poder, suspender las leyes de la gravedad y del mercado.

Para otros nunca, para ellos siempre

Todo esto, claro, no es solo por vanidad. Es por protocolo. La cúpula necesita proyectar una imagen de prosperidad, de normalidad, de salud irradiante. Y qué mejor manera que con una primera dama que no es primera dama pero que brilla más que cualquier discurso sobre la resistencia ante el bloqueo. Es la estética como propaganda: el pueblo se muere por falta de medicamentos, pero los que mandan se inyectan juventud y se ponen coronas de zirconio. Es la dualidad perfecta: para el pueblo, la lucha; para ellos, la liposucción.

Al final, el mensaje es más claro que un agua en La Bodeguita: el dinero para las cirugías sí hay. Para el quirófano que salva a un niño, no. Para la quimioterapia de una abuela, tampoco. Pero para que la compañera luzca esbelta y radiante en las fotos oficiales, junto a ese presidente que no es presidente, todo el financiamiento necesario aparece como por arte de magia. O, más bien, por arte de un sistema donde el bienestar de unos pocos es la única cirugía estética que siempre termina saliendo perfecta.

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