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Por Claudio di Girolamo
Toronto.- El silencio se clavó como un cuchillo en mitad del pecho y dijo más que todos los fuegos artificiales del mundo. Así sonó el Rogers Centre cuando Will Smith, con un swing seco, perfecto, mandó la pelota al infinito. Undécima entrada. Serie Mundial. Dodgers 5, Blue Jays 4. Y Toronto, mudo.
No hay épica sin sufrimiento. Los Dodgers venían remando contra la corriente desde la tercera entrada, cuando los Blue Jays parecían decidido a enterrar el sueño angelino. Pero los campeones tienen algo que no se mide en estadísticas: esa mezcla de insolencia y fe que no admite derrota. Lo hizo Miguel Rojas, con un jonrón que devolvió la respiración a un equipo ahogado. Lo hizo Yoshinobu Yamamoto -MVP de la Serie Mundial-, japonés de acero, que lanzó sin descanso, sin miedo, dejando la carrera del empate petrificada en tercera base.
Y lo hizo Will Smith, el mismo que había cargado con críticas durante toda la postemporada. El mismo que ahora cruzaba las bases con la serenidad de quien sabe que ha tocado el cielo.
El estadio, que tantas veces ha celebrado a Joe Carter y su gloria inmortal, fue testigo de otro golpe al corazón. Un déjà vu con otro protagonista, otro uniforme, otro país. Donde antes hubo júbilo canadiense, hoy hubo resignación.
Los Dodgers, esos villanos perfectos para media América, repiten corona. Dos Series Mundiales consecutivas, una dinastía en proceso, un mensaje al resto de las Grandes Ligas: no basta con talento, hay que tener alma. Y este equipo la tiene, desbordada.
Freddie Freeman, con los ojos húmedos, lo resumió sin decirlo: este es un grupo que se niega a morir. Un grupo que ha aprendido que ganar no es un acto de suerte, sino de carácter.
Toronto, mientras tanto, se queda con el eco de lo que pudo ser. Nadie les quita la grandeza de haber empujado hasta el final, de haber hecho sudar al campeón, de haber encendido un país entero. Pero la historia es cruel: solo uno levanta el trofeo, y esta vez volvió a ser Los Ángeles.
El béisbol, ese juego que parece interminable, tuvo su cierre poético. En un estadio helado, con el murmullo de 45 mil gargantas contenidas, los Dodgers firmaron su noche eterna.
A veces el destino tiene sentido. Y esta vez, el silencio fue la música de la victoria.